viernes, 25 de febrero de 2011

El monólogo de José de la Colina

Mientras espero el tren -en la ubérrima y escandalosa estación Hidalgo- observo a un ancianito demacrado, con cara de sufrir del hígado y quién sabe también si de hemorroides. Sin ser propiamente un hombre rollizo, su abdomen observa una mórbida espesura. Sus movimientos, indiscretamente lerdos y desarticulados, encienden mi curiosidad. El carcamal mira a las personas con una especie de sonrisa que lo hace parecer un perturbado. Viste una levita oscura y -bajo unos aparatosos lentes de montura- cultiva un microscópico bigotito. 


Podría usurpar -sin demasiadas complicaciones- la personalidad de un sacerdote, un pecador arrepentido o un ex alcohólico.
El convoy -adherido a su inefable costumbre- tarda demasiado. El viejecito, como para concebirse acompañado, comienza un diálogo imaginario. Al principio, su bisbiseo es algo tenue y -aguzando un poco el oído- logro adivinar parte de sus chifladuras. Al poco rato -para delicia de mi fisgoneo- el veterano se entrega a un monólogo sin limitaciones. Yo -naturalmente- estoy maravillado. ¡Cuánto platica este hombre solo! ¡Cuan encumbrada -y resuelta- es su autoestima!
Sin contener ya mis emociones, le pregunto:
-Disculpe: ¿No es usted don José de la Colina?
Por toda respuesta, el viejecito me lanza una mirada destructiva, malsana, jupiteriana. Con una agilidad insospechada, me vuelve la espalda y corre a perderse entre el gentío. Un poco intrigado, me pregunto ¿Qué habrá ofendido tan gravemente al viejecito: que lo haya estorbado en su delirante soliloquio o, simplemente, que lo llamara José de la Colina?

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