domingo, 24 de agosto de 2014

La soberanía lírica de Francisco Hernández


Ignoro si Francisco Hernández −como tantos otros autores− tendrá ese mítico interés por la posteridad. Desconozco también si en el febril denuedo con el que se afana a la poesía haya una aspiración –enunciada o íntima− por alcanzar el porvenir. No sería –por lo demás− particular ni extravagante. La pretensión –si la tuviera− hallaría su estímulo dentro de la idea renacentista del arte como medio para alcanzar la eternidad y que, a su vez, tuviera su acicate en aquella célebre tercera oda horaciana: “Un monumento me alcé/ más duradero que el bronce,/ más alto que las pirámides/ de regia, fúnebre mole./ Uno que ni el Aquilón/ ni aguaceros roedores/ vencerán, ni cuantos siglos/ rápido el tiempo amontone.” Una cosa me parece categórica: no corremos riesgo al afirmar –ya desde ahora− que el nombre y la obra de nuestro poeta serán reconocidos y perpetuados por la memoria póstuma. Francisco Hernández −a pesar de la exigente brevedad de su obra lírica− se inscribe en la lista de los más fúlgidos escritores en lengua castellana que tenemos en activo.
Mucho se ha escrito sobre su labor y, sin embargo, siempre estaremos en deuda con él, con su legado: con su arte cimero. ¿Y cómo no estarlo? En su obra poética toda esplende un trabajo variado, repulido con fogosidad y vigorosamente excepcional. ¿Excepcional? Sí y más aún: labor fuera de lo rutinario y sugestión distante del fugaz sombrero que ornamenta la moda literaria.  ¿Poeta? ¿Filósofo? ¿Narrador? ¿O todos esos talentos fundidos en la más curiosa asociación? En cada una de estas preguntas se halla la respuesta.
Han pasado casi cuarenta años desde la aparición de Gritar es cosa de mudos, su primer poemario. Trabajo que –valiéndose de excéntricos y heteróclitos arrestos− concentraba, entre sus más notorias privanzas, una deleitable influencia de Pessoa y Coleridge:

Pero yo, siempre yo por debajo de todo,
sigo pensando que gritar es cosa de mudos
y que escuchar es intercambiar ecos
con barcos fantasmas o con muertos
que han perdido la esperanza de vengarse.

¿Ecos de “Rime of the ancient mariner” o de “Tabacaria?” Puede ser. Difícil precisarlo. Sobre todo cuando notamos que su temple moderno y cosmopolita no se ajusta al vergel provinciano en donde muchos poetas mexicanos –desde Alfredo Plasencia a Francisco González León y de Efrén Rebolledo a José Othón− han ido a segar su fruto. El canto de Hernández, a diferencia de tantos lugareños a los que sólo les interesa contemplarse el ombligo, no es aldeano y posee una melodía universal e inteligente, plenaria e intachablemente consumada. Quehacer completo el suyo, nada tiene que solicitarle a la sensualidad ni a la perspicacia, ni a la cadencia ni –menos: bastante menos− a la malicia. Su malestar o su gozo –cuando los vocaliza− no están en consonancia con una opresora tradición cultural o una sola costumbre identitaria y sí con las extendidas zozobras de la humanidad. Como obra poética, la de Hernández, no sólo robustece una literatura, también logra trascenderla. Nada más ajeno a su poesía que la suma de leyendas, folclores y costumbres que conforman una patria. En la emisión de sus eufonías vemos que se funden en un solo canto padecimientos y ardores ecuménicos. En distintas palabras: este poeta no canta hacia afuera sino hacia adentro. Su nación –si hubiera que escogerle una− sería idéntica a la de López Velarde: “una patria íntima.”
Desde aquel distante año de 1974 –fecha exacta en que aparece, para los que gustan de la inanidad del celo cronológico, su primer trabajo− nuestro vate ha publicado casi una treintena de libros en donde su esfuerzo ha sido el mismo: la consonancia y el acorde minuciosos. Y no ha perdido –ni malogrado un ápice− su poder evocativo. Al contrario: ha expandido su dominio sobre las huestes de la palabra hasta convertir su apassionato en toda una soberanía lírica. Ayer, como hoy, podemos observar que su quehacer continúa por el mismo sendero hacia el refinamiento. Es natural: Francisco Hernández pertenece al batallón de líricos que han hecho del rigor un estandarte. Para fortuna de la poesía –que ha sido invadida hoy, infelizmente, por los catecúmenos de la frivolidad− Hernández se encuentra muy lejos de la crudeza expresiva. Y es que este poeta –ni en sus inicios ni en su madurez− ha escrito con urgencia y sí con resolución y gallardía. Señor de su talento y dueño de su oficio −a fuerza de rigor y práctica− jamás se ha embriagado con su propia habilidad. Algún comentarista remolón e inelegante –quiero decir: uno de los tantos facinerosos que mantienen secuestradas a revistas y suplementos− denunció, no hace mucho, que la poesía de Francisco Hernández era impenetrable. ¡Vaya nimiedad! No hay –ni existe en absoluto− nebulosidad o argamasa en ninguno de sus componentes. Los suyos son –y siempre han sido− materiales de hechura escrupulosa, de alusiones aéreas y justeza expositiva, exenta de toda improvisación. Sus contenidos no son opacos, en forma ninguna. En todo caso, son cultos e indóciles −sí− en su derrotero. ¿Y cuáles no? ¿Qué cuerpos rítmicos no son rebeldes en sus bemoles y sus contraltos? Los hay, desde luego. Pero únicamente son –y hay que decirlo sin eufemismos− aquellos de inspiración escolar y mediocre.
En los últimos años −y con justicia: pues su labor poética es vasta e impar en nuestra literatura− los premios han bañado sin mengua la obra de este autor oriundo de San Andrés Tuxtla. No sorprende: los laureles son el fruto natural ante una labranza bien plantada. Y es que en obsequio a su naturaleza poética, el creador ha puesto lo mejor de sus plenitudes. Es la completa lealtad a la poesía que aparece, yuxtapuesta, a la resuelta voluntad de ofrendar lo mejor de sí al arte. Hernández ha creído en la dignidad del poeta −en la función altísima del Arte− y ha tenido conciencia, sin desplante orgulloso ni vanagloria, de cuál es su lugar en la poesía. Su espíritu –es decir: el lúcido e infatigable aliento con el que compone− nos evoca, precisamente hablando del Arte con mayúscula, unas palabras de Rubén Darío que le amoldan excelentes: “Mi respeto por la aristocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, es siempre el mismo. Mi antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética, apenas si se aminora hoy con una razonada indiferencia.” Con términos menos elegidos −pero con mayor violencia− Valéry también expresa una frase que también parece iluminar a nuestro poeta: “me irrita que la belleza sea casual.”
Eso aparte, vayamos a sus obras. Eduardo Lizalde ha creído ver en Habla Scardanelli el más seguro y el mejor de los libros del poeta veracruzano. Dicha obra –y lo saben muy bien sus lectores reiterados− es una fábula poética urdida en torno a Scardanelli, el alter ego que animó la vida y locura de Friedrich Hölderlin, por quien el autor ha declarado –en ese poemario, y en distintas oportunidades− una invencible simpatía. Efectivamente: el poeta logra grabar en cada pieza de este arreglo una tonicidad bucólica y una cadencia portentosas. Cuando escribe, canta y sueña Scardanelli, cuadros y símbolos primitivamente turbadores y vislumbres aterradoras −por no caer en la siempre burda tentación de llamarles originales− consiguen ser formuladas con perturbadora innovación:

Rodéate de grises
Y brillarás en la oscuridad
Bajo los grandes troncos
Crecen agusanados los recuerdos,
Amores de rapiña sin ansias para el vuelo
Se esbozan tus gestos en el vacío:
En el aire la escritura resulta irrespirable…

Ya el poeta y traductor Jorge Esquinca −quién lúcido y fructuoso ha estudiado la obra de este poeta− nos advertía: “…la poesía de Hernández aparece [...] enseñoreada por el emblema predilecto de la desdicha…” No lo sé: estoy dudoso. Y es que navegando por las atormentadas paranoias de Scardanelli, nos encontramos con pormenores que objetan lo propuesto por Esquinca:

La enfermedad es un bien. Se contagia de boca a boca
Para manifestarse cuando los labios se desprenden.
La aurora me enferma, la noche me ilumina.

Versos atrás, este apócrifo Hölderlin había dicho, envanecido:

Yo te ofrezco la espesura de bosques imposibles
y un pensamiento erguido:
la locura es infame más no duele.

Y si navegamos todavía más cerca del puerto de salida, podemos escucharlo expresar:

Los muros no detienen el ansia de los locos.

 ¿Y entonces? ¿No sería la poesía de Hernández, hasta en sus más amargas desventuras, una poesía esperanzada?
Aunque Habla Scardanelli es un libro riguroso y sostenido, no me animaría a señalar –como sugiere el tigre Lizalde− que fuera el mejor consumado. De cómo Robert Schuman fue vencido por los demonios es un libro demasiado sobresaliente como para expulsarlo del canon hernandezcista. El poeta traza con rigor sostenido y pareja calidad todas las piezas del libro, moviéndose con soltura entre las atroces carcajadas de Félix Mendhelson y, por supuesto, las afiladas notas de Schumann, a quien el poeta −en un primer momento, y rebosado de paroxismo confidencial− se arroja a contarle sus hartazgos:

Estoy harto de todo, Robert Schumann,
de esta urbe pesarosa de torrentes plomizos,
de este bello país de pordioseros y ladrones
donde el amor es mierda de perros policías
y la piedad un tiro en parietal de niño.
Pero tu música, que se desprende
de los socavones de la demencia,
impulsa por mis venas sus alcoholes benéficos
y lleva hasta mis ligamentos y mis huesos
la quietud de los puertos cuando el ciclón se acerca,
la faz del otro que en mí se desespera
y el poderoso canto de un guerrero vencido.

Al curiosear en estas estrofas, el lector comienza a experimentar una perplejidad metafísica. El poeta demuestra ser un espíritu de inquebrantable y monumental lucidez: se autoanaliza y nunca deja de observarse ante el espejo de sus versos con brutal ironía. La poesía como introspección y examen íntimo; el canto elegante enemistado contra la vulgar naturaleza intuitiva y emocional de la matraca. ¿Podíamos, llegados a este punto, olvidar el memorable fragmento que Rimbaud le escribió a Paul Demeny?: “El primer deber del hombre que quiera ser poeta es su propio conocimiento completo; ha de buscar su alma, inspeccionarla, tentarla, conocerla.” O como teorizara alguna vez el ya maduro Goethe, desde su tribuna del Sturm und Drang: “la música perfectamente sostenida.”
Ahora bien, uno de sus libros más recientes: La isla de las breves ausencias –anterior a Población de la máscara y al luminoso Mal de Graves− sobresalta por su magisterio verbal. Sin menoscabo de sus anteriores y posteriores textos –imposibles de abordar en un sólo trabajo, acosados por ese dios impasible que es el reloj, según palabras de Baudelaire−, veo en este poemario el más formal y mejor modulado que, hasta hoy, nos haya entregado la inspiración de Francisco Hernández. En cada una de las poco más de sesenta composiciones que integran el volumen −62, para ser exactos y una suerte de epílogo− participamos en un gozoso festín de imágenes. ¿Encabalgamientos? Todos. De hecho: pocos tan naturales y narrativos como los suyos. ¿Narrativos? Sí: porque en Hernández hay un anhelo representativo que se vale del lenguaje simbólico para entonar su canto. Y no obstante, como en los poetas universales –pienso en Jhon Dryden, Alexander Pope o Milton–, Hernández quiere contar una historia, un episodio: un gran acontecimiento. En ese sentido, su ardor lírico conquista la entonación de un canto exegético y, si cabe decirlo así, es un poeta que narra. O dicho en otros términos: es un autor al que sabemos poeta y en el que, sin embargo, también hemos podido degustar a un intachable prosista.
Últimamente, entre los que escriben –poesía, prosa o cualquier otro género− la música poco a poco ha ido extinguiendo. Los poetas realistas –que así se presentan− van en corto y por lo derecho hacia la palabra cruda, prescinden del ritmo, se simplifican en un prosaísmo sordo, como si carecer de musicalidad fuese una concesión al exceso: a la desproporción: al barroquismo. Más que tener el oído duro, lo tienen pedrusco. Por eso no asombra que ante un oído mineral, sobrevenga una poesía peñascosa. No sucede lo mismo –y qué bien que así sea− con el melómano autor de La isla de las breves ausencias. De hecho, ocurre al revés: asombra la fecundidad de su voz refinada, su expresión alquitarada. ¡Qué frondosidad! Y, sobre todo, qué espléndida –y pido licencia para el barbarismo− furiosidad. ¡Y qué variada! Porque no hay en este cuidadoso artífice de la palabra monotonía alguna:

Me pierdo en los adentros de mis afueras y desde allí
agito una bandera blanca, pidiéndole a la náusea un
poco de clemencia.

En el conjunto nada avaro de estos pasajes, coinciden en una sola melodía –que nos llega siempre a través de una solfeada voz aprosada− los vaticinios del alma con las interpelaciones de la inteligencia. Hay brío iluminado, poderío relator y, al mismo tiempo, manejo diestro de los recursos poéticos y narratológicos. Tocado esto, extraña –o exactamente: a quien esto expone− que no se haya visto en la obra de Francisco Hernández una poesía conceptual, dicho esto en el sentido más rico de su acepción. En tanto que opera himnos musicales y los combina con la profundidad coherente del que canta y razona al mismo tiempo, ¿no calificaría, además, de poeta ontológico? Escuchémoslo discurrir:

Al disiparse las nubes bajas, pueden leerse otros jero−
glíficos en el obelisco:
“Más vale incinerar al epiléptico. Su esqueleto
Podría poner a temblar a los gusanos.”

Sólo un poeta especulativo registra con semejante puntualidad sus desmayos, sus reclamaciones y satiriza sobre sí mismo. No obstante –y hay que decirlo a carta cabal− la conciencia del poeta no interfiere la pasión del himno para endosarnos una especulación o un lloro sino para dilucidar, apenas, una agitación del alma:

Uno de los dos no existe,
Pero él se niega a señalarme a mí.

El romanticismo nos heredó –entre otras ya insufribles máculas− la costumbre de percibir los poemas únicamente a través del oído: como arias de ópera belcantista en donde solamente interesaba la naturaleza de una exquisita vocalidad. O siguiendo un poco más el parangón: el acento elegíaco y onírico de un Bellini frente a las complejas tramas exótico−líricas de un George Bizet. Esa sombra decimonónica –que en muchos poetas derivó en un exceso de instrumentación− nos volcó durante mucho tiempo hacia el ritmo del tambor, como sarcásticamente le llamó, en su momento, el iluminado crítico que también fue Henríquez Ureña. La poesía de Francisco Hernández –en donde el poder de la imagen estética no inhibe al lenguaje intencionado– es también una obra potencialmente discursiva. Sus baladas y elegías –que cabrían perfectas en la tradición del adagio− están revestidas por metáforas y alegorías que privilegian el alegato de un compositor elocuente. Las imágenes son meras prosopopeyas luminosas que están concentradas en coronar el pensamiento de un poeta que además –y quizá, hasta esencialmente− filosofa:

El alma, con la repentina brusquedad de sus caídas,
Marca descensos hacia la farsa de la salvación.

Conciencia crítica y, por cierto, clara, la obra de Francisco Hernández, sin embargo, poco tiene que ver –y quizá hasta nada− con el búho sabio y metafísico que escoltó a Enrique González Martínez y sus epígonos.
 Diferente a otros poetas −enamorados del fárrago y la acumulación− la poesía de Hernández –por si fuera poco atrevimiento el que ya nos ofrece− observa otro sello distintivo: la concisión. Sus estrofas –animadas por símbolos en donde la máxima y la sentencia se alían− descubren un estilo casi aforístico. Esta poesía –de tintes oraculares, acaso un tanto moralizante en su agnosticismo− progresa, cada vez con mayores arrestos, hacia enunciados más universales. En Hernández pareciera haber un repudio hacia las palabras que no significan y los discursos caliginosos. En el séptimo himno, de La isla de las breves ausencias el poeta manifiesta: “Escribir no es búsqueda. Es impertinencia o la invención de un mapa...” Esta máxima es más que una declaración de motivos: es un postulado que revela las coordenadas de su singladura. Expresa nítidamente su desdén por los desvaríos organizados, su repulsa por los disparates melodiosos: su menosprecio por la pirotecnia verbal. El personaje – defraudado él mismo de la barahúnda− nos previene, en ese sentido, contra los muchos engaños que nos acechan en la jerigonza: “…la equis nunca marca el sitio del tesoro.”
Dentro de poco tiempo −cuando haya concluido el torbellino de la vulgaridad, y la morfinómana inspiración haya fenecido tras los embates de su amante, el sicario− correremos, otra vez, a escudriñar el armario de la poesía universal para vestirnos con los sublimes versos de Francisco Hernández.





domingo, 17 de agosto de 2014

La "Europa" de Luis Bugarini



Anoche terminé de leer “Europa” −trilogía del narrador y ensayista Luis Bugarini− tentativa largamente aplazada, lo confieso, por temor al fiasco.
Hecho este primer desahogo debo admitir que mis recelos eran, todos, pueriles. A juzgar por estos libros de escritura y argucias, por lo general, impecables −Estación Varsovia, Perros de París y Memoria de Franz Müller− debemos permanecer muy avizores sobre la futura obra del autor que las alienta. Sería fácil ceder a la tentación de la profecía y vaticinar que este escritor mexicano, nacido en 1978, será mañana la gloria literaria que hoy ninguno supimos estimar. Algún reseñista atareado en su búsqueda de novedades −si lo dejan− podría fácilmente anunciar a Bugarini como el padre de cierta literatura naciente que tiene su fundamento, medularmente, en los clásicos occidentales. Yo, poco dado a la predicción, sinceramente desconozco qué porvenir habrán de recorrer sus trabajos. Una cosa atisbo: Luis Bugarini posee –dicho esto sin ánimo incendiario− la imaginación prosística más acentuada de su promoción. Y no es privilegio menor teniendo al lado a plumas tan consumadas, entre sus mismos contemporáneos, como Yuri Herrera, Antonio Ortuño, Daniel Espartaco, Rogelio Guedea y Luis Jorge Boone, poetas y prosistas con los que, por lo demás, ha compartido el ambiente contextual pero muy escasas, o nulas, analogías. Quizá lo que destaca en el perfil de Bugarini y que, a todas luces, no han logrado sus compañeros generacionales es que ha sabido marchar −con igual acierto que en la lírica y la ficción− por el intrincado camino del ensayo y la literatura comparada. No es fácil absorber y practicar –con la tenacidad que ha hecho Bugarini− dos tradiciones que, por alguna razón estúpida, todavía hay quienes se obstinan en imaginarlas contrapuestas: crítica y creación. Pero ya mucho se ha controvertido sobre esta necedad y no vale la pena ni el esfuerzo agregar una línea más a ese disparate. Lo que sí se puede decir –y eso nos regresaría al núcleo de nuestro asunto− es que Bugarini ha escrito una trilogía que, sin duda, el historiador y geógrafo ruso Vassili Tatichtchev no dudaría en reclamar como hija natural del continente que tan testarudamente se afanó en delimitar.
Ahora bien: evadiendo los tópicos del nacionalismo mexicano, rehuyendo la ordinariez de la narconovela y la tan menudeada caricatura literaria, cuyas coartadas comerciales, por cierto, ya resultan sosas y bostezantes hasta para los tontos editores que en un principio decidieron atizarlas, Bugarini nos ha obsequiado una serie notabilísima. Leyendo superficialmente este repertorio, se podría, simplemente, denunciar que el autor es un germanista; señalar, por ejemplo, que su prosa exhala los influjos de −no sé− un Jünger, un Hauptmann o, a veces, hasta del zaherido Christoph Hein. Pero esas bagatelas sólo acertarían a expresar las frivolidades de la pericia bibliográfica y no explicarían nada más allá de una mera afectación erudita. Y, en asuntos de estimaciones arbitrarias, como debe ejercerse la crítica literaria, mejor es hablar en corto y por lo derecho.
Separado de los muchos ecos alemanes o rusos que pueden reverberar en los tres libros en comento, me parece que hay en Bugarini un cimiento más nervudo que respalda su labor creativa. Su tetralogía −además de ofrecer una prosa elegante que es, a un mismo tiempo, vigorosa, sin por eso apelar al incentivo de la exquisitez− logra tocar la médula del lector. Y eso −en una época en donde ya muchos escriben únicamente para halagar a los endiablados espíritus gregarios− ya es suficiente aportación. Pero seamos un poco más entremetidos: ¿Qué hace tan envolvente a estos tres discursos? ¿Qué ofrece de especial su continuidad argumental? No el estilo acicalado, que lo tiene y siempre muy bien rematado. Tampoco el interesante manejo de la alteridad y la oda interna, que francamente alcanza estados suculentos. Ni siquiera la escrupulosidad y la densidad que pone el autor al momento de trazar el humor y la catadura de cada uno de sus personajes. Su temática –más allá de la psicología de los protagonistas y la prosapia intelectual de donde pretendamos abrazarla− envuelve preocupaciones ordinarias que otros han esquivado, acaso por desdén, ineptitud o simple y llana impericia. Sintetizo: el desasosiego de un alcohólico divorciado ante el vacío de la soledad, la zozobra de un hijo menospreciado por el padre que, dando tumbos, va de frustración en frustración y −ya para saturar el ambiente de mórbidos reveses existencialistas− el naufragio de un genio adolescente que, para paliar sus chascos, se refugia en una perpetua galbana y el inocuo adiestramiento de perros. ¿Podría solicitarse una urdimbre más pueril y, por lo mismo, más universal que ésta?

“Europa” –dicho en términos más espontáneos− es una trilogía sobre el temperamento humano. El novelista ha fundado un cosmos arrebatador y, en buena medida, ha conseguido que el lector sensible a las temáticas umbrías logre encontrar un buen alojo entre sus páginas. Sin embargo, hay que decirlo con todas sus letras: la trilogía de Bugarini no es mexicana, ni nacionalista, ni localista. Y qué bueno que sus textos no adolezcan de esa tara. Hoy ya todo mundo sabe que una buena obra, para perdurar, no necesariamente debe hundir sus raíces sobre el minúsculo y fangoso territorio del patriotismo. Una última apostilla: de perseverar en esa métrica clásica y europeizada, Bugarini debe aceptar que está firmando su condena a ser leído y valorado a destiempo aunque, más tarde o más temprano, sea reconocido como un maestro dentro de los límites que él mismo ha querido imponerse. En suma: jamás será nuestro contemporáneo. No obstante, sí lo será de tipos como Marcel Schwob, Thomas Bernhard, o Joseph Roth. La pregunta más sensata que se me ocurre a esta hora es: ¿Alguna vez querrá nuestro autor realizar el gesto quijotesco de cambiar estas inestimables correlaciones con tal de fingirse afín a los cerriles tópicos de sus contemporáneos? Ojalá que nunca se vea en esa absurda encrucijada.

domingo, 8 de junio de 2014

Salvador Elizondo: el geómetra de la exquisitez



A Héctor Baca, observador escrupuloso

Los admiradores de Salvador Elizondo han llegado tan lejos como para creerlo el escritor más puro, e incluso el autor más dotado de su generación. No es así. Elizondo asoma, efectivamente, como el escritor más puramente intelectual y más entrañablemente ilustrado de la segunda mitad del siglo XX.
Pero no es el más aventajado ni, por mucho, el más sobresaliente. Profundiza y escribe con mayor penetración que el inextricable y sedante Juan García Ponce, cómo negarlo. Expresa y concierta sus letras mejor que el afectado y acartonado embajador Sergio Pitol, sin duda. Pero nunca enunciará ni modulará con la potencia expresiva de Fernando del Paso, de todos, su más estricto coetáneo. Su entendimiento sobre cine –género que tanto amó y al que consagró innúmeras páginas, hasta el final de su vida− palidece ante la clarividencia de cinéfilos como Emilio García Riera o José de la Colina.
Algunos años más jóvenes que Elizondo, dos escritores: Carlos Monsivaís y José Emilio Pacheco –que lo escoltarán y distinguirán con su admiración− estarían destinados a superarlo en agudeza y percepción crítica. Hoy nadie podría ver en Elizondo –como quiso su amigo y discípulo, el obcecado  Gabriel Careaga− al profeta de los tiempos futuros y menos al prodigioso director de conciencia que, además, nunca anheló ser. Otros, empero, son sus poderes.
La imaginación de Salvador Elizondo –apoyada en un lenguaje límpido y no casualmente geométrico− descansa, en principio, sobre una dicción en donde los pormenores matemáticos logran un venturoso tránsito hacia las más admirables pinceladas poéticas. Expresión rigurosa e inquisitiva –es verdad− pero siempre emanando, como un deslumbrante surtidor, las más bellas refulgencias. Prosa económica y de agilísimas asociaciones −a veces, quizá, excesivamente cautelosa− gravita sobre un lenguaje cuidado en extremo, como si el autor tuviera plena conciencia de que no queda tiempo suficiente para expresarlo todo y, por lo mismo, el escritor debe articular su modesta verdad con magnificencia. Pero cautela –cuando menos en el caso de Elizondo− no significa apocamiento ni vacilación sino todo lo contrario: temeridad y osadía, bizarría e intrepidez, ante el lenguaje.
Elizondo –al fin y al cabo, epígono sobresaliente de dos ilustres maestros de una estética escrupulosa y algebraica: Valéry y Mallarmé− prefirió atizar un discurso en donde brillaran las chispas de la sensatez y no las sofocantes temperaturas del fárrago. Elizondo −hoguera expresiva él mismo− hurgó en las formas clásicas con el fin de obtener los más variados recursos poéticos y narrativos. Prueba de ello es que practicó con lucidez el hipérbaton y, más que todo, el anástrofe. Ambas formas de invención prósperas y radiantes, cuya brevedad y rigor, dicho sea al paso, exaltaron la imaginación de espíritus tan espléndidos y estrictos como Góngora y Quevedo, Garcilaso y Lope.
A lo largo de toda su obra, nuestro autor defiende una certeza que, aunque tácita, se impone categórica: la erudición y la inteligencia también solicitan y deben –como hijas legítimas del arte son− ser denotadas con bruñidas expresiones. Su hazaña retórica –limpia de exuberancias pero no de símbolos− es tan vigorosa y exquisita que muy pocas veces la veremos eclipsar. O expresado en otros términos: una prosa tan pulimentada encontrará siempre un lugar privilegiado entre los seres de poderosa imaginación.
Elizondo –aunque no fue el más profuso ni el más churrigueresco de su promoción literaria− es el escritor, en cambio, que mejor se ofreció al manejo experimental de las numerosas tonalidades discursivas. Camera lucida, Elsinore y El grafógrafo –textos que participan del ensayo, la poesía e, incluso, del adagio filosófico− son fábulas minuciosas y extremadamente vigiladas en su forma. La técnica y la destreza –herramientas puestas al servicio de un evocador natural− consiguen que el autor, gracias a las tenacidades de su escenario mental, resulte, de igual forma, un poderoso creador imaginativo.
Mientras autores como Carlos Fuentes o Fernando Del Paso pretendían engullir al universo y probaban enunciarlo en una obra totalizadora, Elizondo, por el contario, dibuja con la pasión de un pintor minimalista un cosmos interior. Maestro del rigor y la forma, reduce su expresión a lo esencial. Economía y lenguaje de medios −trabajados hasta la obsesión, como lo hace Elizondo− nos demuestran que no es el que más improvisa, sino el que mejor reforma y deshecha, quien consigue lograr un mejor arquetipo.
Bajo la égida del purismo estructural −y nunca del puritanismo funcional que tanto sugestionó a su admirado Marcel Duchamp− el autor de Teoría del infierno es un formalista discreto que se cuida de jamás publicar las cientos de cuartillas que escribe, simple y sencillamente, porque no le satisfacen. Sólo nos comparte aquello que ante su gusto repulido le parece más escrupuloso. Y aunque siempre tuvo por norma la austeridad, todo el tiempo brota en la obra de Elizondo un apetitoso caudal de recursos: etopeyas y epifonemas, razonamientos dialógicos y divagaciones novelescas. Y todo ello, invariablemente, organizado sobre un mapa tan ilustrado como exacto. Se diría que el autor, como un geómetra de la palabra, trabajó tendido sobre planos y rectas, puntos y politopos. 
Por otro lado, su formación es, a un mismo tiempo, clásica y cosmopolita, tradicional y vanguardista. Aunque, en cada texto de su creación, arriban las citas francesas e inglesas, alemanas e italianas, su literatura no abandona nunca un sustento mexicano. Ahora bien, la acusación más recurrente de la crítica fue –y acaso continúe siendo− que Elizondo enjoyaba y acicalaba demasiado sus textos. Y es cierto. No obstante, como ilustrado en la historia prehispánica −entre tantas otras culturas que bien conoció y dominó− también supo entender que la refulgente pedrería, cuando menos en la tradición precolombina, siempre fue una suerte de ofrecimiento a los dioses paganos.
Ahora bien: en una literatura ocupada por las representaciones gastadas y los patrones sobados, una inspiración hecha de ideas no podía menos que suscitar pasmo y desconcierto. En la generación de Elizondo –colmada de presuntuosos cronistas y narradores que, más que los atributos literarios, apetecieron fama y reconocimiento− muchos fueron quienes aspiraron a la novedad, trastornando, amotinando: carbonizando todo con las llamas del disparate y el descuido. Por ventura, no fue su caso. La suya fue –y ahora puede observarse con perfecta nitidez− una cruzada por devolverle a la literatura su esplendor y magnificencia. Sus enemigos acérrimos fueron la ligereza y la insensatez: el mercado y la verbena. En Elizondo –como en Hugo: como en Dégas: como en Li Bai− hay una sensibilidad que se inclina hacia los temas intelectuales. Recordemos que −sin llegar a ser un eminente sinólogo, a la manera de aquel memorable personaje de Canetti− también fue un destacado examinador y difusor de literatura china. De su intimidad con los sinogramas, su comercio intelectual con la obra de autores como Su Xun y Zen Gong −en los que tan bien supo ahondar− sacaría un provecho que, más tarde, explotaría a favor de su ceñido estilo discursivo.
Con locuciones epistemológicas, preludios ontológicos y términos pragmáticos, un geómetra hubiera podido escribir –no sin gran entusiasmo− el epitafio del Salvador Elizondo. Detrás del gran prosista que fue, hubo siempre un poeta ávido de perfección. Detrás de este novelista –¿cómo no percibirlo?− cantó un lírico inspirado. Y arrebatado, a su vez, por la voz de ese lírico –¿quién podría cerrar oídos ante su pulcro solfeo?− escribió una pluma iluminada.
Si atrevemos un poco más y nos sumergimos en el torrente de páginas que Elizondo escribió, podemos encontrar en su Autobiografía precoz –el único volumen en donde, resueltamente, rehuyó a todo extremismo de la forma− el relato más honrado y festivo que compuso. Sin ser propiamente un texto humorista –pero sí un esfuerzo por contrariar su naturaleza melancólica−, el autor nos manifiesta en cada uno de estos episodios que, como todos los seres humanos en la vida, hubo momentos en donde él también se encontró frente a frente con la alegría. Y aunque son más las digresiones solemnes, sobresalen bastantes acontecimientos rebosados de ingenio. En este libro –y que hay que insistir: no es estrictamente de catadura donosa− hay un humor que, cuando aparece, es intelectual y refinado, pero sin llegar jamás a la mordacidad. De ahí que no podamos señalar −como tonta y repetidamente se ha dicho− que su garbo y sus influjos hayan sido ingleses. Imposible sostener esa boba generalización. Salvador Elizondo nunca escribe con la insolencia de un Goldsmith y tampoco con el sangriento escarnio de un Charles Lamb. Ni siquiera se acerca al ludibrio wildeano y menos a la enorme socarronería del católico Chesterton. En todo caso –y con bastante esfuerzo− podríamos pensar que su humor, por frugal, está más cerca de la sensibilidad de un Lord Bacon o un Addison. Y, aún con todo, nunca es esencialmente inglés. Lo cierto es que, ante Salvador Elizondo, estamos frente a un personaje demasiado ilustrado y complejo, cuyo minucioso geniecillo supo jugar hábilmente con los más variados registros.
Los censores del buen gusto le reprochaban a Elizondo que su arte fuese tan repulido, elegante, quizá hasta tocar lo inmoderado. No menos le amonestaban el estilo: uno de los más acrisolados e higienizados que se hubiese intentado en la cohibida literatura nacional. Le censuraban su rigidez, su intransigencia. Estupideces. Su habilidad narrativa, en realidad, es de una pasmosa delicadeza y sin embargo nunca encontramos petulancia o dogmatismo. En pocas ocasiones es irónico, a menudo ceremonioso, y muchas veces exquisito. En Narda o el verano, que inicia con una cita Lord Tennyson, los personajes tienen una cultura encumbrada: hacen citas en inglés y en francés, conversan sobre pintura, nos cuentan pormenores cinematográficos y, en general, nos agasajan con variadas y sofisticadas referencias que van de Diego Rivera al Times Literary Supplement y de las películas de Tarzán a la música tropical. Hablan –dice el narrador Elizondo− con “tono wagneriano” y “suficiencia kantiana.”
¿Pero cómo logró semejante cadencia, entre tantos influjos? ¿De dónde obtuvo sus estímulos? ¿Halló sus verdaderos incentivos –como declaró en diferentes oportunidades− en Paz, en Borges, en las artes plásticas, en la fotografía, en el cine, en la música, o en todo eso junto? Es posible. Lo cierto es que cuando se prepare inventario de los estilistas de la literatura mexicana −no tengamos duda− Salvador Elizondo será quien encabece ese catálogo.
Quien alegue que Elizondo fue un autor que practicó una literatura explícita y tajante, se equivoca. En Elizondo –como en todo poeta de la forma− hay bastante artificio. El escritor sustituye la expresión directa por todo un sistema de dicciones simbolistas de la mayor energía y de la más extremada belleza. Tenazmente –por no decir obsesivamente− estuvo afinando su técnica, hasta lograr un virtuosismo que aventajó el de cualquiera de sus contemporáneos. Y justo ahí: en la prosa poética o, si se quiere, en la poesía en prosa, es donde se halla el reino de Salvador Elizondo.
Pasado el tiempo, y sobrepasados los límites de su arte, el autor de Contextos −teniendo como única compañía a un monitor en donde se proyectaba filmes− terminó por capitular ante el silencio y el retiro. Pero, en torno a su obra, no cabe alarmarse: cuando se agote el escándalo de los novísimos escritores del momento, veremos prosperar –no abriguemos dudas− a Salvador Elizondo como lo que fue: uno de los más grandes y escrupulosos agentes de la exquisitez.

lunes, 2 de junio de 2014

En una infausta coyuntura en donde una plaga de escritores pretenciosos se han dedicado a tributarle al mercado temas efectistas y abracadabrantes, Malcriadas miniatura, de Tania Plata, es −dicho sin reticencias− una obra literaria impar.
Apuntaré, de entrada, lo que este libro no intenta plantear: no pretende −para enunciar el más significativo de sus aciertos− apoyarse en una de esas narraciones líricas de las que, a últimas fechas, ya sólo germinan frutos artificiales u obras transgénicas. No quiere, en forma alguna, avivar la curiosidad de los pueriles cazadores de novedades. Para fortuna de los lectores sensatos, la escritora tampoco alza su vista hacia las estrellas, para buscar calamares espaciales ni adefesios venusinos y ganar su inspiración mediante esa clase de chifladuras galácticas.
Por otro lado, tampoco narra las tópicas hazañas de narcotraficantes hipermezquinos o alguna de sus jugosas franquicias paramilitares, temas y argumentos que, por lo demás, se han convertido en el caballito de batalla de las empresas y negocios editoriales. No por querer incorporarse a la bien pagada fabricación de una biografía, la inventora de estas intrigas desea arrancar de su sueño ancestral a ningún personaje histórico para enjaretarle a su hipócrita lector la existencia, tan insulsa como apócrifa, de un renovado paladín. En el colmo del buen tino, no encontramos en esta obra delaciones feministas ni vemos cómo se sacrifica la trama por atizar, solapadamente, una fastidiosa denuncia política. El libro −en la cima de sus aciertos− no alienta ninguna monserga sobre la pendencia de clases y jamás arenga sobre el pobretón misericordioso o el rico protervo. Y si no se trata de una obra de trasfondos maniqueos, tampoco es un vademécum sobre las costumbres, fobias y tradiciones que nutren al pedante lector de omnisciencias. Debemos celebrar que por ningún lugar asoman, en estas ficciones, toxicómanos, descabezados ni crónicas sangrientas sobre la última nota roja del fin de semana. Este libro −a diferencia de tantos pasquines que se encuentran rebosando el estante de las primicias− jamás se obliga a cumplir el reiterado papel sociológico que, recientemente, han comenzado a exigirse ciertos teóricos y profesores ahora, ay, caracterizados de literatos. Por encima de estos puntos –o bien dicho: esmeros y refinamientos− Tania Plata no quiere escudar tesis subrepticias ni anhela defender, por ventura, ninguno de esos repulsivos experimentos que, desde hace más de una centuria, han querido engangrenar la buena salud del cuento.
         Expuesto lo anterior, despleguemos lo que sí nos ofrece Malcriadas miniatura: en principio, sus personajes son individuos acechados y, al fin, descubiertos librando in fraganti su cuota de aventuras ordinarias. Se trata de actores deliciosamente anodinos, de ramplones gozosamente insubstanciales que, sin problema, podrían ser reclamados por el torvo realismo balzaciano o la hosca crudeza perezgaldosiana. Protagonistas todos de la indisoluble cotidianeidad, en una de las narraciones mejor sazonadas de este compendio de cuentos, por ejemplo, podemos encontrar a un nostálgico y mediocre percusionista que, dando batacazos sobre los vidrios de un camión destartalado, como si fuesen un tom de piso o una tarola, recuerda la muerte de su madre, mientras realiza un funesto viaje hacia ya no sabe bien qué parte. La crueldad y el encanto, el realismo virulento y la ironía descarnada, asoman en otro de los relatos mejor logrados de este muestrario: Los ecos de Lili, historia que narra los incidentes de una sarcástica y candorosa jovencita, a quien su padre solía arrullar poniéndole baladas de rock, mientras ella, entre el dolor del recuerdo y un malestar odontológico, vocifera porque le hiede el aliento a causa de unos lacerantes brackets.
Amantes discordantes y matrimonios que, en el interior de su propio himeneo, preparan secretamente la disidencia para después detonarlo todo con su furia de maremoto; señoras que apenas ayer fueron jovencitas y hoy −con la piel ajada y el corazón magullado− han decidido prolongar su resentimiento e inmadurez hasta el infinito, son tan sólo algunos de los muchos personajes grises, soeces y, sin embargo, brutalmente familiares que componen el elenco de éstas Malcriadas miniatura.
Ahora bien: sólo a una escritora incivil y apartada de los augustos comedimientos se le ocurriría llamar a desfilar en un mismo tablado al inerme cantautor chileno Mauricio Riveros, al escritor británico D. H. Lawrence y a los bizarros rockeros mexicanos de La lupita. Y Tania Plata, siempre ajena al decoro y el pundonor, no escatima bizarría a la hora de ejecutar esa y otras muchas intrepideces.

Sin duda, en medio del grosero bullicio de improvisaciones, experimentaciones y rarezas literarias Malcriadas miniatura es una colección de cuentos que debemos ovacionar como un viento fresco y bienvenido. Libro festivo e irreverente, el espectador ganará mucho si se permite acudir al irreverente y audaz llamado de su lectura.

viernes, 14 de junio de 2013

Alberto Chimal: el aliado de los extraterrestres


Alberto Chimal ha querido adjudicarse la paternidad de un género y ha buscado –con una testarudez infantil− escribir la gran obra de ficción científica, para utilizar un término acuñado por otro machacón: Isaac Asimov.
La pregunta surge natural: ¿Lo ha conseguido? No, para responder con rotunda franqueza. De hecho, se requiere brío e indulgencia para resistir los catorce capítulos −420 páginas− de su más reciente novela: La Torre y el Jardín. Una caterva de seres estrambóticos emergen en los primeros apartados: un elefante entronizado y elevado a la categoría de zar de la concupiscencia, calamares gigantes –cefalópodos, cuida siempre de llamarlos el afectado autor−, un tal Carlo Grimaldi –insípido guía de cazadores− que provee de bestias y alimañas a la exigente clientela de zoófilos que acude a “El brincadero,” portal que  −aunque puede estar en la colonia Centro, en el corazón del Distrito Federal, o en la colonia Independencia, en Cuautitlán Izcalli− resulta que conduce directo hacia el empíreo de la lascivia. Al correr de las páginas, la presencia de los desvariados se multiplica: se centuplica. Lo que prometía una trama más o menos interesante, se enreda. Brotan –sin dejar de hacerlo nunca− personajes y más personajes. El autor −acostumbrado a narraciones de menor aliento− incluye bichos, actores y cada vez más bestezuelas amorfas. Por aquí y por allá –además de los héroes principales: Molinar, los gemelos Olaf, Kustos, personaje que traspasa paredes, brotando y evaporándose a su capricho− comparecen rottweilers pervertidos, hombres lobo y libertinos que se solazan al ritmo de Los Panchos y Agustín Lara. Pésimo ensamblador de su propia fábula, el narrador concede la palabra a sus creaciones y, luego de adjudicarles una nimia participación, ya no sabe qué hacer exactamente con ellos. Traza un perfil del personaje, le agrega una aventura –preferentemente huera− y, cuando pensamos que sobrevendrá el verdadero episodio, nos corta la secuencia y despacha al héroe, casi con una patada.
         A momentos, tratando de seguir su prosa desatinada y caótica, el autor escribe apresurado. En otros avanza medroso: como el acróbata que piensa en sus últimos descalabros mientras se esfuerza por mantener el equilibrio. Intentando arribar lo antes posible a su objetivo, termina por extraviarse y llegar a ninguna parte. Poco a poco, en el libro, la locura gana terreno. Abstemios y locuaces viven juntos en Morosa, incongruente ciudad del desvarío, y la zoosexualidad, en donde nada tiene sentido, comenzando por la intriga. Hay –no podían faltar− bromas, chistes, bufonadas: el repertorio a que nos tiene acostumbrado el alquimista Chimal. Todo con el fin −¿otra vez comercial?− de aligerar el peso de esta fábula telequinética. El autor –ya se sabe− opera muy bien los mecanismos del pastelazo. Los conoce tanto que, una vez más, insiste en demostrarlo y no se toma ya la molestia de explorar nuevos rumbos. Para hacer su libro entretenido, además de lo expuesto, el escritor pacta con animales parlanchines, locos invencibles, sádicos taxidermistas, iguanas gigantes: todos locos de remate. De repente un relámpago: dos o tres sucesos pulcramente narrados. La novela –o lo que se pretenda este soporífero texto misceláneo− alcanza momentos atractivos. Allí un párrafo –como la luz− titila esplendoroso; allá un buen enunciado –como la sombra− se agazapa y, de pronto, salta sorprendiendo al lector. Los aciertos, empero, no duran demasiado. Páginas más adelante −uf− otra vez más tediosos extraterrestres, un nuevo puñado de chiflados, humanoides, criaturas mecánicas: un anfiteatro de esperpentos. Seguimos y encontramos otra tanda de chistes y, nuevamente, más descripciones machaconas. Todo el tejido narrativo –a fuerza de ocurrencias, ingeniosidades y desorden− se aja, se apesta: aburre. Si Alberto Chimal logró sorprender con la eficacia y el humorismo de sus textos breves, con este trabajo largo y enrevesado, consigue ofuscar y, francamente, decepcionar.
         Hay más: los personajes –como si fueran profesores de hermenéutica− están poseídos de un gran ardor parlamentario. Todos hablan elevado, todos quieren expresar, aparatosos, su doctrina: su kerigma. Los protagonistas lanzan axiomas, o mejor: revelaciones, o peor: obviedades. “Como es sabido a un buen burdel no se acude jamás para tener un coito, porque un coito puede lograrse en cualquier sitio, deprisa, simplemente con un poco de cautela o de abandono. No hace falta mayor esfuerzo ni cabe mayor recompensa.” Hay –cómo no− postulados todavía más –bastante más− desabridos. Digámoslo tajante: en La torre y el jardín −además de los macacos depravados y los verdugos chocarreros− menudean las perogrulladas y las reflexiones insípidas.
         Ahora mal: los personajes se parecen demasiado. Una voz es idéntica a la otra. Un arquitecto habla igual a un vaquero y un domador idéntico a un ovejero. De esta forma, ignorantes y sabios permutan sus errores: torpes e ilustrados alternan sus tonterías. A cada paso, el libro refrenda su vacío. Fragmentos inconstantes, marañas, conjeturas, pistas dudosas, vagas informaciones: un caos que nunca se controla. El novelista quiere encender su texto y, a fuerza de inflamarlo, termina por carbonizarlo. Tal vez, el escritor Chimal no fuma y quizá por eso ignora que el éxito de una buena pipa depende del arte de encenderla. No está obligado, desde luego, a conocer los secretos de la cachimba. Pero como cuentista, le correspondería dominar los mínimos artilugios del género.
         Al final del libro, se impone un aroma a caos y a desequilibrio que no se inhibe con nada. Para hacer literatura –mágica, fantástica, realista, sobrenatural, o la locura que se quiera− se necesita más que apelar a las cansinas fraseologías efectistas.
Algún irresponsable escribió que Chimal era el “Henry James de su generación”; otro ocurrente dijo: “una promesa de las letras mexicanas”; alguien más agregó: “un polifacético, un imprescindible.” ¡Demontre! Suena bien, se oye bombástico. Lo cierto es que, mientras afuera algunos reseñistas le ofrecen loas y vítores, el relator en quien ha sido depositada la esperanza nos enjaretó un libro en donde –al final de su muy tediosa y larga travesía− sólo nos queda el amargo fermento de su prosa.


domingo, 29 de julio de 2012

Carlos Marín: un periodista burlesque




Carlos Marín posee la estatura de un hombre pequeño, casi diminuto. Tiene la piel bruñida, los pómulos prominentes y los ojos sutilmente rasgados. Debajo de un rostro lleno de pelambre –mostachoso y cejijunto− se esconde un sujeto expansivo, redundante y obcecado. Su carcajada franca, estentórea, le descubre al mundo una dentadura aparatosa e increíblemente luminosa. Ante semejante fulgor, un puñado de preguntas surgen recurrentes: ¿Serán prótesis? ¿Tal vez piezas de acrílico? ¿Quizá aparatos removibles? ¿Posiblemente carillas de porcelana? ¿O de resina?
Casi a diario, antes de iniciar su faena, el viejo columnista de origen poblano, se engalana con un traje intachable: el pantalón perfectamente plisado, la camisa impoluta, el saco almidonado, la corbata refulgente. Amante de los ritmos porteños y admirador confeso de Carlos Gardel, quiere cultivar el porte de un intérprete de tango. No obstante, aunque viste y calza con escrupulosidad, en su estampa sin garbo, toda su indumentaria resulta postiza, desatinada, anticuada.
Si concediéramos un poco de crédito a los antiguos fisonomistas medioevales, obtendríamos un curioso perfil sobre este bigotudo personaje: su frente amplia nos descubriría a un alucinado, la concavidad en sus sienes a un espíritu bilioso, su velloso entrecejo a un hombre mezquino, irascible y engorilado. Pero una imagen bajo esta lupa, acaso, resultaría demasiado excesiva.
Una cosa resulta indiscutible: en el reverso de ese aspecto pifiado y anacrónico, se oculta un hombre que, a lo largo de cuarenta años, ha ejercido el periodismo con el celo de un monje budista. Informador denodado, Marín es autor de un breviario de técnicas reporteriles: Manual de periodismo –escrito originalmente en coautoría con Vicente Leñero− que se lee con regular aceptación en los colegios y universidades en donde se imparten las materias de Periodismo, Comunicación, Técnicas de la Información y otras rarezas similares. Estudiante sobresaliente de la carrera de periodismo, redactor del suplemento cultural El Gallo Ilustrado, colaborador habitual en Últimas Noticias de Excélsior, reportero infatigable de la revista Proceso, profesor itinerante en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, Carlos Marín cobró fama y sólida reputación de informador crítico e insobornable. Luego de veintidós años de practicar un periodismo fustigador, empeñoso y ávido de imparcialidad, las cosas se torcieron.
Hace poco más de una década −luego de burlar e intrigar en contra de sus viejos amigos y cofrades de la revista Proceso− Marín se dirigió a buscar cobijo −y un mejor salario, lo que es bastante legítimo− a otra compañía periodística: el grupo Multimedios. Para disculpar su abrupta evasión, Marín argumentó diferencias irreconciliables con el fundador de aquél semanario: Julio Scherer García. Muchos entendieron las discrepancias, incluso la crítica y el desacuerdo entre ambos periodistas. Pocos comprendieron, sin embargo, la virulencia de Marín en contra de un viejo y apolillado Scherer que otrora le abriera las puertas de Excélsior, de Proceso y, luego, de su casa.
¿Era un malagradecido? ¿Probablemente un ingrato? ¿Quizá sólo un poquito desleal? Posiblemente sí. O no. Tal vez únicamente −cansado de cargarle la maleta a don Julio y escuchar la cargante homilía del sacerdote Enrique Maza− quería fundarse una historia, aparte. Al fin y al cabo, hay un momento en que el lacayo sueña con emanciparse para edificar su propio reino. O cuando menos ordenar un modesto saloncito en donde recibir a su pequeña feligresía. Algo sencillo, sin demasiado boato. No se sabe. El caso es que −entre la insidia, la conspiración, el encubrimiento y la exclusión− el actual director editorial del periódico Milenio se fue convirtiendo en un especialista en fraguar intrigas, asestar puñaladas traperas y orquestar traiciones.
Una vez habituado a meter las más diestras zancadillas, en menos de quince años, Carlos Marín se granjeó la enemistad de un buen número de historiadores, periodistas, intelectuales, políticos, estudiantes, lidercillos sindicales, y hasta faranduleros de la peor laya. Adusto exagerado e intemperante, su museo de bestias negras ha ido creciendo desmesurado. Sus malquerientes manifiestan que el comentarista escribe desde el oportunismo, el protagonismo, la frivolidad, el fanatismo, la desproporción, la diatriba e, incluso, la ingenuidad.  
A fuerza de menospreciar, zaherir y traicionar afectos, el antiguo reportero de El Día carece actualmente de amistades sinceras, y ya sólo se lo ve acompañado de una henchida comparsa encabezada por discípulos, subalternos, empleados y uno que otro patiño. Su habilidad para organizar boicots y habilitar emboscadas, ha propiciado que un nutrido grupo de redactores, articulistas y gacetilleros lo acaten perrunamente. Además de temerlo y reverenciarlo, a fuerza de coacciones, sus allegados parecen estimarlo hasta el servilismo. El conductor de noticias Joaquín López Dóriga, el presentador de radio Ciro Gómez Leyva y la locutora  Denise Maerker, desde hace tiempo, lo distinguen con una lealtad gatuna. Semejante subordinación, ha producido excelentes resultados: al día de hoy, los tres comunicadores tienen un espacio estelar en el periódico dirigido por Marín.
¿Es posible debatir, o controvertir siquiera con el autor de la columna Asalto a la razón? No, en lo absoluto. Para este opinador cualquier querella intelectual se transforma en riña callejera, en pendencia incongruente, en vulgar pugilato. En las discusiones terquea, porfía y, sin mediar razonamientos, cede a los insultos y agravios personales. Su apreciación –carente del mínimo discernimiento− no tiene fondo. O tiene tanto que se ahoga.
Ante la escasez de argumentos, cada plática con el periodista es una variación sobre el mismo tema. Como todo megalómano, Marín habla mucho y repetido. En materia de sensatez, sus pifias y desatinos son tan invariables como colosales. Es un hombre al que no le tocan los problemas ordinarios, ni se asombra ante las preguntas universales: vive confinado en la particularidad. Como todo periodista, es un experto en generalidades, un “especialista” que revolotea sobre todas las cuestiones y no se liga con ninguna. Marín es un personaje de ideas simples, inflexible, con un código del honor elástico y una moral supina que ha brotado de su comercio con otros mandarines igualmente intransigentes. 



domingo, 1 de julio de 2012

Recuerdo de Duran Duran en Buenos Aires



Es noche cerrada el 30 de abril de 1993, en Buenos Aires. Durante todo el día, el clima ha sido bochornoso. El reloj electrónico del estadio ‘José Amalfitani’ indica que son las diez menos cinco cuando el insigne guitarrista y compositor brasileiro Milton Nascimento se presenta impróvido en el escenario de ‘El Fortín de Liniers’ para cantar, en un excepcional encuentro, al lado de la famosa banda de soft rock británica: Duran Duran.
El vocalista del grupo, Simon John Charles Le Bon es –todavía, en esa década de los noventa− un hombre maduro y glamuroso: alto, ligero e impecablemente vestido. En el tablado, sus movimientos son teatralmente refinados. Esa pulcritud tiene un remoto antecedente: en su primera juventud, Simon estudió arte dramático y trabajó, ocasionalmente, en firmas comerciales adornando desfiles y pasarelas. Frente al rockero inglés, el artista carioca parece un pequeño y lóbrego guacamayo extraviado sobre la hierba húmeda. Debajo de una boina negra, rebosa una cabellera rizada y abundante. Milton viste ropa modesta, casi ordinaria. Es realmente la esencia misma de lo convencional. Sus movimientos son trémulos, como si llevara a cuestas una irremisible derrota. Tiene la espina dorsal abatida, y se mueve lento, como si estuviera sepultado bajo los escombros de agriadas ilusiones.
Luego de un baile estrambótico e inquietantemente amanerado, Le Bon entona los primeros fraseos de una famosa canción: ‘Everyday I wake up in this room and I don't know. Where I come from or where I going to then I hear the voice.’ Prontamente Nascimento, sin apenas moverse, abre su participación con un primoroso moderato: ‘Senhora musa da paz. Me abraça. Me carrega no teu andor. Dormir no colo da dor. Amiga, arrasa! A tua mão desenhou. O sonho na areia. Agora, entrega de vez. Meu rumo. E vida.’ El líder la banda new romantic trata de emparejar a Nascimento y sigue con un desafinado allegro. Pero, ay, no puede ser: el solfeo del carioca, solista dotado, es aplastante. Le Bon –que articula un inglés higiénico− ofrece poco ante la aséptica modulación del jazzista brasileiro. ¿Cómo puede erguir semejante fabla tumbal un hombre que creció en una ciudad llena de bochorno, correteando gallinas y durmiendo siestas hasta las seis de la tarde? El demonio lo sabrá. Lo cierto es que el intérprete británico, tiene la sensación de que nadie lo escucha, de modo que contrapuntea más alto y con nociva insistencia. No obstante, sus procedimientos musicales son poco menos que una chapucería. Luego de unos segundos, renuncia a cantar y se inclina por los gritos. A la mitad de la pieza, el cantor inglés se tuerce sin remedio: ya berrea, ya protesta, ya arma toda una pendencia musical. La vibración de su voz alcanza resonancias apocalípticas. No es todo: su baile adquiere un aire funesto, todo su cuerpo entra en crisis. Los movimientos de sus pies se traducen en convulsiones ingobernables. Sus alaridos apenas alcanzan para mantenerlo a flote durante los escasos cinco minutos que dura la melodía. Con esa voz –y tal escasez de talento− podría terminar demandando limosna en el pórtico de una iglesia tercermundista. Al finalizar la pieza, la cabellera de aquél viejo alumno de Birmingham está erguida, como si fuera la aleta de un pez espada. Milton, por su parte, se las arregla para escapar sin despedirse de aquél público aullador y pataleante. Aunque los alaridos son profusos, no se mueve un solo átomo en el aire. Un pesado techo de nubes grises pende sobre las cabezas de las poco más de cuarenta mil almas que se han congregado en aquél estadio conocido como el ‘Vélez Sarsfield.’ Desde entonces, ni Duran Duran ni Nascimento han vuelto a interpretar Breath After Breath en vivo, lo que ha sido una lástima porque la tonadilla no está, lo que se dice, nada mal.