Un domingo por la mañana coincido -en el Barón rojo, ese restaurante aparatoso e impersonal, refugio de las familias clasemedieras- con el omnisciente cronista de la vida mexicana: Carlos Monsiváis. El afamado y ubicuo izquierdista se hace custodiar por uno de sus inseparables escuderos: el politólogo Rolando Cordera y un muchachito menudo, con barba rala y aire de mayordomo en servicio. Monsiváis, con quien conversé algunas tardes -aunque, por ventura, nunca demasiadas- en la redacción del periódico La jornada, clava un momento sus ojos en mí.
Casi por instinto, me saluda dejando caer un poco su titubeante barbilla sobre el pecho. Don Rolando -al ver que su principal le reduce atenciones- me dirige un mohín, un puchero despectivo, encrespando su espeso y encanecido bigote de nutria. Al notarse reconvenido -y sin querer desairar a sus fieles heraldos- el incuestionable caudillo de la crónica mexicana vuelve a la carga con su embrollada y expectorante perorata.
Hace mucho tiempo que Monsiváis es para mí -llana y simplemente- un hombre público: un santón de la literatura mexicana del que todo mundo conoce su nombre, su fotografía y los enrevesados disparates que dicta -desde hace más de medio siglo- en cine, radio, televisión, prensa y, en general, en todos lados donde lo dejen.
Ahora bien: el saludo del gran patricio de las letras nacionales resulta tan ahogado como mi antigua admiración por su obra y su persona. Su notoria arrogancia, su aire cardenalicio, su ramplonería intelectual, su ininteligible humor y mi marcado horror por toda clase de bestias -especialmente los gatos- me alejaron para siempre de su compañía. Hace poco más de diez años que no cruzamos palabra, limitándonos a ese saludo ecuménico y oficial, vestigio de una ingenua -y por lo mismo inexperta- admiración adolescente.
Antes de retirarse, el hombre que en su juventud sirvió como francotirador en la falange del retorcido Fernando Benítez -quien un día convocó al genio de la colonia Portales para dirigir un repulsivo ataque en contra de un viejo y extinguido Jorge Ibargüengoitia- se aparta un momento de sus obsequiosas huestes y, después de tenderme la mano, me dice:
-Dígame usted don…
(¡Hélas! Noto, descorazonado, que el gran memorialista ha borrado mi nombre de su iluminada retentiva)
… ¿Dónde puedo remitirle mi último libro?
-¡Ah! Mire usted, don Carlos, puede enviármelo a la redacción de Excélsior, si gusta.
-Muy bien ¡Ahí se lo enviaré!
Acto continuo, el pontífice de la prosa untuosa y embrollada, me obsequia un firme y artificioso abrazo. Yo le correspondo igual: con requiebro y efusividad. Él es un excelente simulador y yo también. Al verlo partir -haciendo venias y repartiendo saludos a destra e sinistra, con la afectación de una autoridad eclesiástica- entiendo que ambos hemos mentido: el ilustre escritor jamás me enviará Apocalipstik y yo -desde hace cinco años- he dejado de colaborar en ese periódico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario