Voy por la ciudad entre sus pringosos edificios, sus vociferantes mercaderes, sus inconclusas líneas de metrobús y tropiezo con un hombre atribulado. Es Leonel Robles, el poeta que ha colmado su obra de una lírica sollozante y dolorida. El autor de Recibimiento de la luz -que tuvo un cierto encanto entre los amantes de la súplica y el lloriqueo- es un personaje que lleva sus gemidos hasta el último extremo. En este bucólico desencantado cualquier pequeña aflicción, en cinco minutos, crece desmesurada hasta convertirse en un tema de Sófocles.
Aunque dice conocer las reglas y haber leído concienzudamente a su Tomas Navarro, se jacta de practicar el verso libre e insubordinado. Dicho dialécticamente: la medida no es lo suyo. Así, me cuenta que un día en la cantina, ebrio de inspiración -y de alcohol- tuvo la determinación de escribir un soneto medido; pero los endecasílabos le resultaron tan aborrecibles que terminó por destrozar con los dientes aquél poema perfecto. Le pregunto ¿Tanto así te afecta el fracaso poético? A lo que el vate me responde en un tono mayestático: “¡Para nada! A mí lo único que puede afectarme durante más de una hora es dudar de mi fuerza poética.”
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