viernes, 25 de febrero de 2011

El monólogo de José de la Colina

Mientras espero el tren -en la ubérrima y escandalosa estación Hidalgo- observo a un ancianito demacrado, con cara de sufrir del hígado y quién sabe también si de hemorroides. Sin ser propiamente un hombre rollizo, su abdomen observa una mórbida espesura. Sus movimientos, indiscretamente lerdos y desarticulados, encienden mi curiosidad. El carcamal mira a las personas con una especie de sonrisa que lo hace parecer un perturbado. Viste una levita oscura y -bajo unos aparatosos lentes de montura- cultiva un microscópico bigotito. 

sábado, 19 de febrero de 2011

Certezas del poeta


1
El poeta es un experto catador: cuando prueba un nuevo verso, frunce su labio inferior de orangután.

2
El poeta -¿quién lo dijera?- no tiene musa. En todo caso, para hallar la sugestión, ha contratado a un enano para que baile dentro del ardiente sol de su cabeza.

martes, 15 de febrero de 2011

El desempleo y la literatura

La crisis laboral -de alguna forma que todavía resulta indescifrable- ha impactado positivamente en las letras nacionales. Ante la imposibilidad de mantenerse por más tiempo en sus empleos, un nutrido grupo de ociosos ha decidido emigrar hacia la narrativa, la dramaturgia e, incluso, la poesía. Luego de las destituciones masivas, se nos han revelado nuevos e insospechados artistas. Forzados por la suspensión y la inactividad -aquí y allá- han brotado nuevos talentos. 

jueves, 10 de febrero de 2011

Mi último encuentro con Carlos Monsiváis

Un domingo por la mañana coincido -en el Barón rojo, ese restaurante aparatoso e impersonal, refugio de las familias clasemedieras- con el omnisciente cronista de la vida mexicana: Carlos Monsiváis. El afamado y ubicuo izquierdista se hace custodiar por uno de sus inseparables escuderos: el politólogo Rolando Cordera y un muchachito menudo, con barba rala y aire de mayordomo en servicio. Monsiváis, con quien conversé algunas tardes -aunque, por ventura, nunca demasiadas- en la redacción del periódico La jornada, clava un momento sus ojos en mí. 

martes, 8 de febrero de 2011

Las estatuas y la mendicidad

Nuestro país está colmado de estatuas. Aquí y allá -en una plaza, en una glorieta, en un camellón, en un quiosco, en una bocacalle- nos cierran el paso bustos homéricos y efigies colosales. No tengo magisterio -ni dispongo de tan buena formación- para responder por qué en México producimos tal cantidad de próceres.  Una cosa es cierta: nos encontramos ante un reflorecimiento de la heroicidad.

lunes, 7 de febrero de 2011

Recuerdo de Alejandro Rossi

En Ciudad Universitaria -armado de un irritable temperamento de coronel jubilado- topé de frente, hace un par de años, con el insigne filósofo Alejandro Rossi. Su silueta encorvada y antiquísima, recorría lenta, tétricamente, el supremo paraninfo del saber: el Instituto de Investigaciones Filosóficas.  Los hombros desmayados, los brazos entumecidos y un parsimonioso caminar, acentuaban su imagen de fatiga antediluviana. Acostumbrado a que lo escucharan -lo coronaran, lo encumbraran y lo acataran- con servil deferencia, miré al sublime metafísico mosqueado por un nutrido grupo de aduladores. Todos artistas de primera: escritores que no escribían, pintores que no pintaban, pensadores que no pensaban. 

domingo, 6 de febrero de 2011

Sobre el éxito literario

En la extravagante comunidad literaria, cuando deseamos enaltecer sinceramente a un autor, vamos y lo sepultamos. Hay que oír los panegíricos que se suscitan frente al cadáver. Un prosista muerto -no importa que haya redactado insufribles obras de tercera o de cuarta- adquiere mucho más prestigio y relevancia que un novelista vivo que haya escrito obras de mayor calidad. En otras palabras: para conseguir el respeto y la deferencia de sus lectores, el escritor -antes de atarearse buscando estilo y originalidad- tiene que pensar en cómo ha de hacer para morirse primero.

viernes, 4 de febrero de 2011

Leonel Robles: un poeta atribulado

Voy por la ciudad entre sus pringosos edificios, sus vociferantes mercaderes, sus inconclusas líneas de metrobús y tropiezo con un hombre atribulado. Es Leonel Robles, el poeta que ha colmado su obra de una lírica sollozante y dolorida. El autor de Recibimiento de la luz -que tuvo un cierto encanto entre los amantes de la súplica y el lloriqueo- es un personaje que lleva sus gemidos hasta el último extremo. En este bucólico desencantado cualquier pequeña aflicción, en cinco minutos, crece desmesurada hasta convertirse en un tema de Sófocles.