domingo, 29 de julio de 2012

Carlos Marín: un periodista burlesque




Carlos Marín posee la estatura de un hombre pequeño, casi diminuto. Tiene la piel bruñida, los pómulos prominentes y los ojos sutilmente rasgados. Debajo de un rostro lleno de pelambre –mostachoso y cejijunto− se esconde un sujeto expansivo, redundante y obcecado. Su carcajada franca, estentórea, le descubre al mundo una dentadura aparatosa e increíblemente luminosa. Ante semejante fulgor, un puñado de preguntas surgen recurrentes: ¿Serán prótesis? ¿Tal vez piezas de acrílico? ¿Quizá aparatos removibles? ¿Posiblemente carillas de porcelana? ¿O de resina?
Casi a diario, antes de iniciar su faena, el viejo columnista de origen poblano, se engalana con un traje intachable: el pantalón perfectamente plisado, la camisa impoluta, el saco almidonado, la corbata refulgente. Amante de los ritmos porteños y admirador confeso de Carlos Gardel, quiere cultivar el porte de un intérprete de tango. No obstante, aunque viste y calza con escrupulosidad, en su estampa sin garbo, toda su indumentaria resulta postiza, desatinada, anticuada.
Si concediéramos un poco de crédito a los antiguos fisonomistas medioevales, obtendríamos un curioso perfil sobre este bigotudo personaje: su frente amplia nos descubriría a un alucinado, la concavidad en sus sienes a un espíritu bilioso, su velloso entrecejo a un hombre mezquino, irascible y engorilado. Pero una imagen bajo esta lupa, acaso, resultaría demasiado excesiva.
Una cosa resulta indiscutible: en el reverso de ese aspecto pifiado y anacrónico, se oculta un hombre que, a lo largo de cuarenta años, ha ejercido el periodismo con el celo de un monje budista. Informador denodado, Marín es autor de un breviario de técnicas reporteriles: Manual de periodismo –escrito originalmente en coautoría con Vicente Leñero− que se lee con regular aceptación en los colegios y universidades en donde se imparten las materias de Periodismo, Comunicación, Técnicas de la Información y otras rarezas similares. Estudiante sobresaliente de la carrera de periodismo, redactor del suplemento cultural El Gallo Ilustrado, colaborador habitual en Últimas Noticias de Excélsior, reportero infatigable de la revista Proceso, profesor itinerante en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, Carlos Marín cobró fama y sólida reputación de informador crítico e insobornable. Luego de veintidós años de practicar un periodismo fustigador, empeñoso y ávido de imparcialidad, las cosas se torcieron.
Hace poco más de una década −luego de burlar e intrigar en contra de sus viejos amigos y cofrades de la revista Proceso− Marín se dirigió a buscar cobijo −y un mejor salario, lo que es bastante legítimo− a otra compañía periodística: el grupo Multimedios. Para disculpar su abrupta evasión, Marín argumentó diferencias irreconciliables con el fundador de aquél semanario: Julio Scherer García. Muchos entendieron las discrepancias, incluso la crítica y el desacuerdo entre ambos periodistas. Pocos comprendieron, sin embargo, la virulencia de Marín en contra de un viejo y apolillado Scherer que otrora le abriera las puertas de Excélsior, de Proceso y, luego, de su casa.
¿Era un malagradecido? ¿Probablemente un ingrato? ¿Quizá sólo un poquito desleal? Posiblemente sí. O no. Tal vez únicamente −cansado de cargarle la maleta a don Julio y escuchar la cargante homilía del sacerdote Enrique Maza− quería fundarse una historia, aparte. Al fin y al cabo, hay un momento en que el lacayo sueña con emanciparse para edificar su propio reino. O cuando menos ordenar un modesto saloncito en donde recibir a su pequeña feligresía. Algo sencillo, sin demasiado boato. No se sabe. El caso es que −entre la insidia, la conspiración, el encubrimiento y la exclusión− el actual director editorial del periódico Milenio se fue convirtiendo en un especialista en fraguar intrigas, asestar puñaladas traperas y orquestar traiciones.
Una vez habituado a meter las más diestras zancadillas, en menos de quince años, Carlos Marín se granjeó la enemistad de un buen número de historiadores, periodistas, intelectuales, políticos, estudiantes, lidercillos sindicales, y hasta faranduleros de la peor laya. Adusto exagerado e intemperante, su museo de bestias negras ha ido creciendo desmesurado. Sus malquerientes manifiestan que el comentarista escribe desde el oportunismo, el protagonismo, la frivolidad, el fanatismo, la desproporción, la diatriba e, incluso, la ingenuidad.  
A fuerza de menospreciar, zaherir y traicionar afectos, el antiguo reportero de El Día carece actualmente de amistades sinceras, y ya sólo se lo ve acompañado de una henchida comparsa encabezada por discípulos, subalternos, empleados y uno que otro patiño. Su habilidad para organizar boicots y habilitar emboscadas, ha propiciado que un nutrido grupo de redactores, articulistas y gacetilleros lo acaten perrunamente. Además de temerlo y reverenciarlo, a fuerza de coacciones, sus allegados parecen estimarlo hasta el servilismo. El conductor de noticias Joaquín López Dóriga, el presentador de radio Ciro Gómez Leyva y la locutora  Denise Maerker, desde hace tiempo, lo distinguen con una lealtad gatuna. Semejante subordinación, ha producido excelentes resultados: al día de hoy, los tres comunicadores tienen un espacio estelar en el periódico dirigido por Marín.
¿Es posible debatir, o controvertir siquiera con el autor de la columna Asalto a la razón? No, en lo absoluto. Para este opinador cualquier querella intelectual se transforma en riña callejera, en pendencia incongruente, en vulgar pugilato. En las discusiones terquea, porfía y, sin mediar razonamientos, cede a los insultos y agravios personales. Su apreciación –carente del mínimo discernimiento− no tiene fondo. O tiene tanto que se ahoga.
Ante la escasez de argumentos, cada plática con el periodista es una variación sobre el mismo tema. Como todo megalómano, Marín habla mucho y repetido. En materia de sensatez, sus pifias y desatinos son tan invariables como colosales. Es un hombre al que no le tocan los problemas ordinarios, ni se asombra ante las preguntas universales: vive confinado en la particularidad. Como todo periodista, es un experto en generalidades, un “especialista” que revolotea sobre todas las cuestiones y no se liga con ninguna. Marín es un personaje de ideas simples, inflexible, con un código del honor elástico y una moral supina que ha brotado de su comercio con otros mandarines igualmente intransigentes. 



domingo, 1 de julio de 2012

Recuerdo de Duran Duran en Buenos Aires



Es noche cerrada el 30 de abril de 1993, en Buenos Aires. Durante todo el día, el clima ha sido bochornoso. El reloj electrónico del estadio ‘José Amalfitani’ indica que son las diez menos cinco cuando el insigne guitarrista y compositor brasileiro Milton Nascimento se presenta impróvido en el escenario de ‘El Fortín de Liniers’ para cantar, en un excepcional encuentro, al lado de la famosa banda de soft rock británica: Duran Duran.
El vocalista del grupo, Simon John Charles Le Bon es –todavía, en esa década de los noventa− un hombre maduro y glamuroso: alto, ligero e impecablemente vestido. En el tablado, sus movimientos son teatralmente refinados. Esa pulcritud tiene un remoto antecedente: en su primera juventud, Simon estudió arte dramático y trabajó, ocasionalmente, en firmas comerciales adornando desfiles y pasarelas. Frente al rockero inglés, el artista carioca parece un pequeño y lóbrego guacamayo extraviado sobre la hierba húmeda. Debajo de una boina negra, rebosa una cabellera rizada y abundante. Milton viste ropa modesta, casi ordinaria. Es realmente la esencia misma de lo convencional. Sus movimientos son trémulos, como si llevara a cuestas una irremisible derrota. Tiene la espina dorsal abatida, y se mueve lento, como si estuviera sepultado bajo los escombros de agriadas ilusiones.
Luego de un baile estrambótico e inquietantemente amanerado, Le Bon entona los primeros fraseos de una famosa canción: ‘Everyday I wake up in this room and I don't know. Where I come from or where I going to then I hear the voice.’ Prontamente Nascimento, sin apenas moverse, abre su participación con un primoroso moderato: ‘Senhora musa da paz. Me abraça. Me carrega no teu andor. Dormir no colo da dor. Amiga, arrasa! A tua mão desenhou. O sonho na areia. Agora, entrega de vez. Meu rumo. E vida.’ El líder la banda new romantic trata de emparejar a Nascimento y sigue con un desafinado allegro. Pero, ay, no puede ser: el solfeo del carioca, solista dotado, es aplastante. Le Bon –que articula un inglés higiénico− ofrece poco ante la aséptica modulación del jazzista brasileiro. ¿Cómo puede erguir semejante fabla tumbal un hombre que creció en una ciudad llena de bochorno, correteando gallinas y durmiendo siestas hasta las seis de la tarde? El demonio lo sabrá. Lo cierto es que el intérprete británico, tiene la sensación de que nadie lo escucha, de modo que contrapuntea más alto y con nociva insistencia. No obstante, sus procedimientos musicales son poco menos que una chapucería. Luego de unos segundos, renuncia a cantar y se inclina por los gritos. A la mitad de la pieza, el cantor inglés se tuerce sin remedio: ya berrea, ya protesta, ya arma toda una pendencia musical. La vibración de su voz alcanza resonancias apocalípticas. No es todo: su baile adquiere un aire funesto, todo su cuerpo entra en crisis. Los movimientos de sus pies se traducen en convulsiones ingobernables. Sus alaridos apenas alcanzan para mantenerlo a flote durante los escasos cinco minutos que dura la melodía. Con esa voz –y tal escasez de talento− podría terminar demandando limosna en el pórtico de una iglesia tercermundista. Al finalizar la pieza, la cabellera de aquél viejo alumno de Birmingham está erguida, como si fuera la aleta de un pez espada. Milton, por su parte, se las arregla para escapar sin despedirse de aquél público aullador y pataleante. Aunque los alaridos son profusos, no se mueve un solo átomo en el aire. Un pesado techo de nubes grises pende sobre las cabezas de las poco más de cuarenta mil almas que se han congregado en aquél estadio conocido como el ‘Vélez Sarsfield.’ Desde entonces, ni Duran Duran ni Nascimento han vuelto a interpretar Breath After Breath en vivo, lo que ha sido una lástima porque la tonadilla no está, lo que se dice, nada mal.

lunes, 11 de junio de 2012

El ogro de la literatura



De tiempo en tiempo, el amodorrado ogro del racismo y la segregación literaria −acunado por decenios de hipócritas cantinelas progresistas, libertarias y hasta demócratas− despierta, intranquilo, de su frágil y elevado ensueño. En cuanto un grupo de autores inéditos toma la palabra, se pueden escuchar los implacables y encrespados gruñidos del monstruo separatista que −entre el trastorno y el delirio senil− se pregunta, inquieto: “¿Y esos? ¿A qué vienen? ¿Qué desean expresar, qué pretenden escribir? ¿Bajo qué auspicios llegan a esta, mi casa? ¿Cuál es su profecía? ¿A qué tanto estrépito? ¿No perciben que, a esta hora de mi vida, me encuentro rancio y fatigado? ¡Se ven muy insolentes! ¿Será por efecto de su lozanía? ¿Ay, qué fermentado demonio los patrocinará? ¿Tendrán suficientes títulos para hablar en ese tono tan franco y soberano? ¿Acudirían a prestigiosos liceos? ¡Que me expongan todos, uno a uno, sus credenciales! ¿Estarán dispuestos a seguir mis celebérrimos pasos? ¿Aceptarían, sin más, adorarme como a su providencia? De ser el caso, ofrezco cuantiosos estímulos y galardones. ¡Como sea, me encuentro inquieto! ¡Debo tomar mis prevenciones! ¿Cómo es que reza esa inscripción que cierto día –creo que ya hace un siglo− mandé grabar sobre mi inmortal asiento imperial? ¡Demontre! Mis ojos están tan reventados que apenas puedo entreverla: «El que ansía fama y no destripa a Bokassa y no degüella a cada hijo −y a cada posible heredero− de Bokassa sólo por un efímero tiempo logrará mantener su imperio.» ¡Una vez más, como en aquél entonces, me asiste toda la razón! ¡Debo eternizar, a todo trance, mi noble y poderoso y amado caudillaje! ¡El caso es que ya no conservo un solo diente sano! ¡Ya no me resulta tan fácil ejercer la antropofagia! ¡De cualquier modo, me aseguraré de que esos velados escritorzuelos se chamusquen –y después se pierdan todos− en el infierno del anonimato!”  

sábado, 7 de abril de 2012

Friedrich Vischer: el borracho hegeliano

Friedrich Theodor Vischer –discípulo notorio de Hegel, el intricado y obscuro maestro del idealismo alemán– fue, antes de Nietzsche y después de Schopenhauer, el ironista más lúcido y cáustico de Alemania. Infelizmente, lejos de la opresiva y sofocante camarilla de ortodoxos hegelianos, su obra es apenas conocida. El hecho resulta chocante si tomamos en cuenta que escribió algunos de los textos más sarcásticos de toda la plúmbea estética germana.
Hijo de un ajado y umbroso clérigo de Ludwigsburg, Theodor pudo recibir una educación clásica y sorprendentemente ordenada: historia, literatura, filosofía, teología, filología e, incluso, política. A pesar de los encrespados arrestos de su padre, estuvo muy lejos de ser un estudiante intachable y laborioso. En todo caso, fue un joven haragán y voluptuoso que –como Stendhal– solía escabullirse repetidamente hacia los tugurios, donde terminaba ebrio y sitiado por las cortesanas, inconsciente y, las más veces, flotando en vómito, orines y mierda. En un punto, entre la beodez y la resaca –o mejor: entre la vigilia y sus lúbricos ensueños de borracho– se concedió un tiempo para escribir una virulenta e ingeniosa novela: El humor de Alemania. En esta obra iniciática exhibe –punzante y sin reticencias– el frígido temperamento teutón: “En nuestro sombrío país de redentores y metafísicos, el ingenio y la lucidez han sufrido un matrimonio bastante desastroso”; “Los pobres diablos, todos lo sabemos, suman legión en este desgraciado mundo. Pero, mientras exista Alemania, no habrá una sola nación que nos aventaje o exceda en este punto.”
Luego de algunas experiencias decididamente vulgares en la lírica y la narrativa, el joven Vischer reconoció su mediocridad y decidió guarecerse en la filología y la crítica literaria. Censurado por su pestífero núcleo de amistades –juerguistas y perdidas que vaticinaban su fracaso irremediable– renunció a su deletéreo estilo de vida. Casi de un día para otro abandonó las tabernas y prostíbulos, alienándose –con el escrúpulo de un maníaco– a su nuevo papel de pomposo intelectual. Su nombre, en corto tiempo, logró imponerse ante la tórrida fauna de periodistas y observadores de su natal Stuttgart. Gracias a esta fibrosa determinación, pudo obsequiarnos algunos de los parágrafos más intuitivos y mordaces de la literatura del siglo XIX. Ahora bien: sería un tremendo fracaso buscar conceptos sobresalientes de Vischer en su teoría estética, en su mediocre narrativa o en su poesía deslustrada. Lo más destacado de su obra se encuentra en los pensamientos que redactó –dispersos aquí y allá– en forma de aforismos y sentencias. En Altes und Neues, con la despectiva ironía de un borracho redimido, declara:
“Agradezco sinceramente a la filosofía por impedir que el libre curso de mis reflexiones se haya visto limitado u opacado por las asquerosas bufonadas de aquél miserable grupo de putas y borrachos.”
Su ensayo sobre el Fausto –Goethes Faust. Neue Beiträge zur Kritik des Gedichts– es, quizá, la interpretación más seria e inteligente que un dipsómano retirado haya escrito, hasta hoy, sobre la obra del bienpensante y abstemio Goethe. Vischer –que demostró siempre una indisputable inteligencia avizora y crítica– nos dejó en afiladas observaciones bastante que reflexionar acerca de aquél texto inagotable.
En 1902, el fanático marxista, Benedetto Croce –exhumador de filósofos desconocidos– extrajo del olvido a Theodor , sólo para darse gusto vapuleando su cadáver: “Qué concepto tenía Vischer de la actividad estética está dicho pronto: el concepto mismo de Hegel, empeorado.” Tenía que ser: Croce –todo el tiempo alienado a su mandarinato intransigente– se reclamaba como el único intérprete –y auténtico heredero– de las serias y aparatosas doctrinas hegelianas. Croce, apegadísimo a su escepticismo artificial y mojigato, jamás hubiera aceptado que un borrachín redomado manipulara a su antojo las teorías de su venerado maestro. Lo cierto es que nadie que haya leído algunos de los aforismos –casi axiomas– de Vischer podrá olvidar su encanto soberano: “Quien no haya experimentado alguna vez la impresión del mar, no podrá expresarlo jamás. Quien exprese lo contario a este respecto no sería falso, sino huero.”
Pocos años antes de morir quiso reconciliarse con la poesía y realizó una selección de sus mejores piezas: Lyrische Gänge.  Inspirados por la tentativa, algunos de sus escasos y torpes biógrafos le llamaron “el poeta filósofo”, como treinta años antes ya le habían apodado a William Wordsworth. Lo cierto es que el laureado poeta Wordsworth –más allá de su tímido contacto con las teorías del filósofo británico David Hartley y los sensualistas del siglo XVIII– nunca observó una relación tan seria con la filosofía como sí la tuvo el borracho y sarcástico Friedrich Theodor Vischer. Pero, como siempre, en la caprichosa historia de la literatura, eso no le fue suficiente para alcanzar la posteridad.

viernes, 16 de marzo de 2012

Sócrates: homicida y mujeriego

El catálogo de filósofos griegos es tan vasto como tedioso. Sobre la tribuna helena transitó un inmenso cuerpo de pensadores, algunos meritorios, la mayoría francamente majaderos. Zopiro –el famoso mentor y pedagogo de Alcibíades, quien fuera discípulo de Sócrates– fue una de tantas figuras insulsas. No obstante, su biografía logró trascender la futilidad gracias a que, sin desearlo, cometió una ingeniosa humorada.
En una sesión presidida por el emblemático y viejo fundador de la escuela cínica: Antístenes, se presentó un individuo llamado Zopiro que, sin apocamiento de ninguna clase, se ostentó como el mejor fisonomista de toda Atenas. En esa ocasión, el convidado de honor resultó ser el gran maestro de la mayéutica: Sócrates. 
El augusto y adinerado Critón, que también se encontraba entre los célebres asistentes, retó a Zopiro para que, siguiendo su disparatado raciocinio, se atreviera a definir la personalidad del honesto Sócrates. Zopiro, que nunca había estado frente a ese hombre ventrudo, de ojos saltones y nariz arrufaldada, inició su alebrestada descripción. El antiguo esclavo tracio, sin medir rudeza e insolencia, le adjudicó al prominente maestro toda una lista de vicios y depravaciones. A juzgar por sus rasgos, le aseveró, se trataba de un sujeto tardo y decididamente ignorante. Acto seguido, explicó a los presentes que la estupidez y la torpeza que caracterizaban a Sócrates, se debía, sobre todo, a que observaba una clavícula gruesa y curva, como la de los trabajadores manuales. Concentrándose un momento en el rostro, expresó que su ángulo mandibular delataba a un delincuente y, quizá, hasta un homicida en potencia. En ese momento, el ajado Antístenes, exasperado por las demasiadas injurias a su huésped,  azotó su báculo en el suelo y espetó:
–Pero ¿qué dices necio? Si estás frente al justo Sócrates ¡El más moderado de todos! ¡Basta ya de tanta imprudencia!
Dejando a Antístenes, a Critón y a todos los presentes con un palmo de narices, Sócrates salió en defensa del confundido y avergonzado Zopiro:
–¡Un momento! Este hombre no habla mentiras. Yo, por naturaleza, tengo en mí todos los vicios que este desconocido me atribuye. El caso es que, a base de sobriedad y ascetismo, he aprendido a dominar y controlar todos mis deseos. ¡Exijo, pues, que lo dejen continuar!
–Ah…verán ustedes… considerando que su hueso frontal es mucho más curvo de lo habitual, aseguró que se trata, en esencia, de un mujeriego sin enmienda.
Ante esta jocosa declaración, se oyó una estentórea y unánime risotada. Cicerón dice, en De fato, que por alguna causa, todos los discípulos se partieron de risa, menos el cándido Zopiro. Tal vez se deba a que, en aquél exquisito e íntegro paraninfo, el único que ignoraba la briosa inclinación homosexual de Sócrates era el inocuo fisonomista. 

jueves, 8 de marzo de 2012

La mosca chimuela

Ricardo Cruz  –la mosca chimuela– circula por las calles hablando sólo y cantándole al cosmos. Con la dentadura quebrada, los ojos llorosos y la barba invadiéndole el rostro, semeja un podrido muñeco de paja. Ha sobrevivido, con impavidez, a tortuosas adversidades: orfandad, desempleo, divorcio e indigencia. Al cabo de una radical batalla contra el agua, también la ha derrotado y ahora reina, soberbio, sobre los malolientes.
La mosca chimuela forma parte de la legión de carroñeros que repta en la colonia. Es uno de esos vigorosos desposeídos que nunca se quebranta, que anda semidesnudo y no padece frío, que duerme en la calle y jamás enferma. Sin cordones en los zapatos, desgreñado y despidiendo virutas de aire rancio, parece el concubino de la miseria. Su rostro es puro esqueleto y piel marchita. Y aunque canta –o mejor: aúlla– alegres tonadillas por toda la manzana, este joven menesteroso algo tiene de melancólico. Pocos saben que debajo de su repulsivo antifaz de pordiosero hay también un joven sensible y un poco desolado.
Para sobrevivir, realiza anodinos trabajos de mecánica, comete pequeños hurtos, limosnea un poco, y, siempre que puede, tima a sus cándidos parientes. Su atuendo es tan simple como misceláneo: un putrefacto pantalón de mezclilla, un par de tenis consumidos por el uso, una playera en donde hay dibujada una bruja narigona que, de una luna hecha de queso, surge tocando un violín:
–¿Qué qué, qué qué queeeee? Pos si a mi me late a madres el Mago de Oz. Psss es la mera neta ¿Sí o no míjo?
Orgulloso de su vestimenta desacorde, anda con el pantalón remangado para mostrarle a todo México sus patrióticos calcetines: uno verde, el otro rojo. Su cuerpo está tan absurdamente diseñado que hasta el peor de los caricaturistas lo dibujaría con mejores trazos en la oscuridad. En ese momento llega el pizzero –distribuidor de tachas, coca y marihuana– y sus ojos acuosos se abisman en el infinito. Con una velocidad inverosímil, sale corriendo detrás del auto, al tiempo que canta y baila estrambótico:
–¡Ahí nos vemos míjo: ya nos cacturaron! ¡Yoora sí ya nos cayó la voladoraaaa!
Ya lo dijo Marco Aurelio: “vivir exige el talento del luchador, no el del bailarín. Es suficiente con mantenerse de pie: no hacen falta pasos hermosos.” 

lunes, 6 de febrero de 2012

Las greñas verdes de Baudelaire

Una mañana Charles Baudeliare se encuentra con Théophile Gautier, para desayunar en un distinguido restaurante del barrio latino en la Place de Saint Michel. El autor Les Paradis artificiels  –al que muchos suponen un dandi garboso y exquisito– se presenta transformado en un legítimo espantajo: lleva botas sucias, pantalones bañados de lodo hasta las rodillas y el cabello insólitamente teñido de un verde rutilante. Baudelaire –siempre altisonante y deseoso de alboroto– quiere sorprender a su amigo y, de paso, epatar a los emperifollados y vanidosos comensales.

miércoles, 25 de enero de 2012

Las barbas de Sealtiel Alatriste

Un editor barbudo –cuya vellosidad, en apariencia, no interesa tanto como el premio Villaurrutia que le acaban de regalar– visita cierto restaurante en donde meriendo con regularidad. Ahí conversa prolongada,  febrilmente, con unos y con otros; se toma fotografías con la mayoría y almuerza con todo el mundo. Una mano longeva, nudosa, moteada y tan liviana como si estuviera hueca, se alza una y otra vez, sentenciosa, sobre una pesada ola de insistente y susurrante facundia.
–¿Y qué tal? –les pregunto a algunos–. ¿Qué opinión les merece a ustedes este señor Alatriste?
–¡Majestuoso! ¡Formidable! ¡Elocuente! –me responden, casi al unísono–. Es un hombre realmente vivaz e inteligente…

martes, 10 de enero de 2012

La fuente de Oscar Wong


Magullado físicamente –en su apartamento de la colonia Narvarte- encuentro al poeta Oscar Wong. Desde hace algunos años sufre de gota y -como si fuese, realmente, un enfermo desahuciado- me recibe tumbado sobre un sofá. Su pierna derecha, levantada dramáticamente sobre una mesita de centro, le concede, en efecto, cierta desventura. Una mujer -ignoro si de su familia o de su ermita de adeptos- le facilita una muleta, acentuando un espectáculo más desgarrador.