Es noche cerrada el 30 de abril de 1993, en Buenos Aires. Durante
todo el día, el clima ha sido bochornoso. El reloj
electrónico del estadio ‘José Amalfitani’ indica que son las diez menos cinco
cuando el insigne guitarrista y compositor brasileiro Milton Nascimento se
presenta impróvido en el escenario de ‘El Fortín de Liniers’ para cantar, en un excepcional encuentro, al lado de
la famosa banda de soft rock británica: Duran Duran.
El vocalista del grupo, Simon John Charles Le Bon es –todavía,
en esa década de los noventa− un hombre maduro y glamuroso: alto, ligero e
impecablemente vestido. En el tablado, sus movimientos son teatralmente
refinados. Esa pulcritud tiene un remoto antecedente: en su primera juventud,
Simon estudió arte dramático y trabajó, ocasionalmente, en firmas comerciales
adornando desfiles y pasarelas. Frente al rockero inglés, el artista carioca
parece un pequeño y lóbrego guacamayo extraviado sobre la hierba húmeda. Debajo
de una boina negra, rebosa una cabellera rizada y abundante. Milton viste ropa modesta,
casi ordinaria. Es realmente la esencia misma de lo convencional.
Sus movimientos son trémulos, como si llevara a cuestas una irremisible
derrota. Tiene la espina dorsal abatida, y se mueve lento, como si estuviera sepultado
bajo los escombros de agriadas ilusiones.
Luego
de un baile estrambótico e inquietantemente amanerado, Le Bon entona los
primeros fraseos de una famosa canción: ‘Everyday
I wake up in this room and I don't know. Where I come from or where I going to
then I hear the voice.’
Prontamente
Nascimento, sin apenas moverse, abre su participación con un primoroso moderato:
‘Senhora musa da paz. Me abraça. Me carrega no teu andor. Dormir no colo
da dor. Amiga, arrasa! A tua mão desenhou. O sonho na areia. Agora, entrega de
vez. Meu rumo. E vida.’ El líder la banda new
romantic trata de emparejar a Nascimento y sigue con un desafinado allegro. Pero, ay, no puede ser: el solfeo del carioca, solista
dotado, es aplastante. Le Bon –que articula un inglés higiénico− ofrece poco
ante la aséptica modulación del jazzista brasileiro. ¿Cómo puede erguir
semejante fabla tumbal un hombre que
creció en una ciudad llena de bochorno, correteando gallinas y durmiendo
siestas hasta las seis de la tarde? El demonio lo sabrá. Lo cierto es que el
intérprete británico, tiene la sensación de que nadie lo escucha, de modo que
contrapuntea más alto y con nociva insistencia. No obstante, sus procedimientos
musicales son poco menos que una chapucería. Luego de unos segundos, renuncia a
cantar y se inclina por los gritos. A la mitad de la pieza, el cantor inglés se
tuerce sin remedio: ya berrea, ya protesta, ya arma toda una pendencia musical.
La vibración de su voz alcanza resonancias apocalípticas. No es todo: su baile
adquiere un aire funesto, todo su cuerpo entra en crisis. Los movimientos de
sus pies se traducen en convulsiones ingobernables. Sus alaridos apenas
alcanzan para mantenerlo a flote durante los escasos cinco minutos que dura la melodía.
Con esa voz –y tal escasez de talento− podría terminar demandando limosna en el
pórtico de una iglesia tercermundista. Al finalizar la pieza, la cabellera de
aquél viejo alumno de Birmingham está erguida, como si fuera la aleta de un pez
espada. Milton, por su parte, se las arregla para escapar sin despedirse de
aquél público aullador y pataleante. Aunque los alaridos son profusos, no se
mueve un solo átomo en el aire. Un pesado techo de nubes grises pende sobre las
cabezas de las poco más de cuarenta mil almas que se han congregado en aquél
estadio conocido como el ‘Vélez Sarsfield.’ Desde entonces, ni Duran Duran ni Nascimento han vuelto a interpretar
Breath After Breath en vivo, lo
que ha sido una lástima porque la tonadilla no está, lo que se dice, nada mal.
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