domingo, 1 de julio de 2012

Recuerdo de Duran Duran en Buenos Aires



Es noche cerrada el 30 de abril de 1993, en Buenos Aires. Durante todo el día, el clima ha sido bochornoso. El reloj electrónico del estadio ‘José Amalfitani’ indica que son las diez menos cinco cuando el insigne guitarrista y compositor brasileiro Milton Nascimento se presenta impróvido en el escenario de ‘El Fortín de Liniers’ para cantar, en un excepcional encuentro, al lado de la famosa banda de soft rock británica: Duran Duran.
El vocalista del grupo, Simon John Charles Le Bon es –todavía, en esa década de los noventa− un hombre maduro y glamuroso: alto, ligero e impecablemente vestido. En el tablado, sus movimientos son teatralmente refinados. Esa pulcritud tiene un remoto antecedente: en su primera juventud, Simon estudió arte dramático y trabajó, ocasionalmente, en firmas comerciales adornando desfiles y pasarelas. Frente al rockero inglés, el artista carioca parece un pequeño y lóbrego guacamayo extraviado sobre la hierba húmeda. Debajo de una boina negra, rebosa una cabellera rizada y abundante. Milton viste ropa modesta, casi ordinaria. Es realmente la esencia misma de lo convencional. Sus movimientos son trémulos, como si llevara a cuestas una irremisible derrota. Tiene la espina dorsal abatida, y se mueve lento, como si estuviera sepultado bajo los escombros de agriadas ilusiones.
Luego de un baile estrambótico e inquietantemente amanerado, Le Bon entona los primeros fraseos de una famosa canción: ‘Everyday I wake up in this room and I don't know. Where I come from or where I going to then I hear the voice.’ Prontamente Nascimento, sin apenas moverse, abre su participación con un primoroso moderato: ‘Senhora musa da paz. Me abraça. Me carrega no teu andor. Dormir no colo da dor. Amiga, arrasa! A tua mão desenhou. O sonho na areia. Agora, entrega de vez. Meu rumo. E vida.’ El líder la banda new romantic trata de emparejar a Nascimento y sigue con un desafinado allegro. Pero, ay, no puede ser: el solfeo del carioca, solista dotado, es aplastante. Le Bon –que articula un inglés higiénico− ofrece poco ante la aséptica modulación del jazzista brasileiro. ¿Cómo puede erguir semejante fabla tumbal un hombre que creció en una ciudad llena de bochorno, correteando gallinas y durmiendo siestas hasta las seis de la tarde? El demonio lo sabrá. Lo cierto es que el intérprete británico, tiene la sensación de que nadie lo escucha, de modo que contrapuntea más alto y con nociva insistencia. No obstante, sus procedimientos musicales son poco menos que una chapucería. Luego de unos segundos, renuncia a cantar y se inclina por los gritos. A la mitad de la pieza, el cantor inglés se tuerce sin remedio: ya berrea, ya protesta, ya arma toda una pendencia musical. La vibración de su voz alcanza resonancias apocalípticas. No es todo: su baile adquiere un aire funesto, todo su cuerpo entra en crisis. Los movimientos de sus pies se traducen en convulsiones ingobernables. Sus alaridos apenas alcanzan para mantenerlo a flote durante los escasos cinco minutos que dura la melodía. Con esa voz –y tal escasez de talento− podría terminar demandando limosna en el pórtico de una iglesia tercermundista. Al finalizar la pieza, la cabellera de aquél viejo alumno de Birmingham está erguida, como si fuera la aleta de un pez espada. Milton, por su parte, se las arregla para escapar sin despedirse de aquél público aullador y pataleante. Aunque los alaridos son profusos, no se mueve un solo átomo en el aire. Un pesado techo de nubes grises pende sobre las cabezas de las poco más de cuarenta mil almas que se han congregado en aquél estadio conocido como el ‘Vélez Sarsfield.’ Desde entonces, ni Duran Duran ni Nascimento han vuelto a interpretar Breath After Breath en vivo, lo que ha sido una lástima porque la tonadilla no está, lo que se dice, nada mal.

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