martes, 10 de enero de 2012

La fuente de Oscar Wong


Magullado físicamente –en su apartamento de la colonia Narvarte- encuentro al poeta Oscar Wong. Desde hace algunos años sufre de gota y -como si fuese, realmente, un enfermo desahuciado- me recibe tumbado sobre un sofá. Su pierna derecha, levantada dramáticamente sobre una mesita de centro, le concede, en efecto, cierta desventura. Una mujer -ignoro si de su familia o de su ermita de adeptos- le facilita una muleta, acentuando un espectáculo más desgarrador.

Más allá de sus dolencias físicas, el poeta chiapaneco -encadenado a un rencor que lo tortura- vive en guardia permanente. Su jardín de antipatías es inmenso y, desde hace varios años, su opinión sobre los escritores nacionales es tajante e incendiaria. Apenas tomo asiento, el poeta Wong -adquiriendo un aire de predicador confucionista- se arrellana en su sofá y comienza a despacharme toda una ponzoñosa retahíla sobre la literatura mexicana:
-Mire usted, muchacho: aquí -de una buena vez se lo apunto- no hay un sólo nombre que valga la pena mencionar. En este país de escritorzuelos vulgares y anodinos, no tenemos un Whitman, ni un Dante, menos un Rilke…
-…Pero Gutiérrez Nájera, Villaurrutia, Gorostiza y todo lo que ha escrito José Emilio…
Wong sacude la cabeza y me interrumpe, indulgente, paternalista:
-Ah, ya veo…, estoy ante un leedor ligero y superficial. ¡Pues nada, ya le digo: la literatura de México siempre ha sido pobre e insignificante!
-Y no le parece a usted que Pellicer y Owen, Cuesta y Urbina, quizá…
-¿Quizá? ¡Bah! -exclama, con su aire de dómine-. Con tristeza, percibo que es usted, todavía, un lector muy verde. Quiero decir: inocente e inexperto. Valora las cosas con la admiración ingenua de un alma candorosa y ligera. Pero no se abata: felizmente ha dado conmigo. Yo -¡ya mismo!– le voy a enseñar.
Al ver que su petulancia no cejará, opto por el humorismo.
-Es verdad, maestro. Y se merece mucho por sabio y por bueno. Es usted un genio de la rimbombancia, un sabio de la hipérbole, un artífice de la copla romántica y enmarañada…
-Ya, ya, no siga muchacho. Pero, en verdad, tiene usted razón: la emoción -y nada más que la emoción- es lo único que importa en poesía. Desafortunadamente, hay lacras dedicadas al desdichado propósito de señalar los defectos. Ya ve usted, los críticos. Ah, son unos animales repulsivos, nocivos e infecundos; hijos de la frigidez literaria, todos gusanos impotentes…
-Pero, maestro Wong -le interpelo cándidamente-, ¿no hacía usted crítica, sábados y domingos, en los suplementos?
-¡No! ¡Ya no! ¡Eso fue ayer! Y lo he olvidado. Ahora me dedico a dar talleres de Apreciación Poética. Soy un hombre –¡un lírico!– consagrado al delicado oficio de educar a las nuevas generaciones. Yo nunca tomé un taller pero ya ve: ahora los doy a diario.
Su mentira me conmueve: detrás de ese preceptor de nuevas generaciones se esconde, en realidad, un poeta socarrón que, desde hace algunos años, ha encontrado cómo resolver el problema del dinero.
Después de una larga y furiosa disquisición –que escucho bebiendo un delicioso té de jazmín, convidado por este orgulloso chino nacido en la jungla chiapaneca el autor de Enardecida luz, con un ademán grave e inesperado, coloca frente a mí una pequeña y refulgente lamparita de plástico.
-¿Qué es esto? -me inquiere.
-¿Una fuente? -respondo desconcertado y un poco estupefacto.
-¡Craso error! Mírela bien.
-¿Una radiante lámpara china?
-¡Por favor! No sea usted guasón -me dice, ya sobresaltado-. Todo esto está relacionado con algo mucho más grave, más delicado, más recóndito…
-¿Será posible?
-¡Por supuesto! ¡No lo dude! ¡Se trata de un surtidor! Y en esto –¡en esto precisamente!– encontró iluminación Octavio Paz para escribir su gran obra maestra: Piedra de sol.
-¿Eso es cierto, maestro?
En el fondo, me cuesta trabajo creer que Paz haya encontrado inspiración -como sugiere Wong- en una baratija china para escribir aquél magnífico poema. Pero así de bombásticos e irrefutables son los veredictos del chiapaneco y venirlo a escuchar me ha costado una bonita cantidad.

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