Carlos
Marín posee la estatura de un hombre pequeño, casi diminuto. Tiene la piel
bruñida, los pómulos prominentes y los ojos sutilmente rasgados. Debajo de un
rostro lleno de pelambre –mostachoso y cejijunto− se esconde un sujeto expansivo,
redundante y obcecado. Su carcajada franca, estentórea, le descubre al mundo una
dentadura aparatosa e increíblemente luminosa. Ante semejante fulgor, un puñado
de preguntas surgen recurrentes: ¿Serán prótesis? ¿Tal vez piezas de acrílico? ¿Quizá
aparatos removibles? ¿Posiblemente carillas de porcelana? ¿O de resina?
Casi a diario, antes de iniciar su faena, el viejo columnista
de origen poblano, se engalana con un traje intachable: el pantalón perfectamente
plisado, la camisa impoluta, el saco almidonado, la corbata refulgente. Amante
de los ritmos porteños y admirador confeso de Carlos Gardel, quiere cultivar el
porte de un intérprete de tango. No obstante, aunque viste y calza con
escrupulosidad, en su estampa sin garbo, toda su indumentaria resulta postiza, desatinada,
anticuada.
Si concediéramos un poco de crédito a los antiguos fisonomistas
medioevales, obtendríamos un curioso perfil sobre este bigotudo personaje: su
frente amplia nos descubriría a un alucinado, la concavidad en sus sienes a un
espíritu bilioso, su velloso entrecejo a un hombre mezquino, irascible y
engorilado. Pero una imagen bajo esta lupa, acaso, resultaría demasiado excesiva.
Una cosa resulta indiscutible: en el reverso de ese aspecto pifiado
y anacrónico, se oculta un hombre que, a lo largo de cuarenta años, ha ejercido
el periodismo con el celo de un monje budista. Informador denodado, Marín es
autor de un breviario de técnicas reporteriles: Manual de periodismo –escrito originalmente en coautoría con
Vicente Leñero− que se lee con regular aceptación en los colegios y
universidades en donde se imparten las materias de Periodismo, Comunicación, Técnicas
de la Información y otras rarezas similares. Estudiante sobresaliente de la
carrera de periodismo, redactor del suplemento cultural El Gallo Ilustrado, colaborador habitual en Últimas Noticias de Excélsior, reportero infatigable de la revista Proceso, profesor itinerante en la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, Carlos Marín cobró fama y
sólida reputación de informador crítico e insobornable. Luego de veintidós años
de practicar un periodismo fustigador, empeñoso y ávido de imparcialidad, las
cosas se torcieron.
Hace poco más de una década −luego de burlar e intrigar en
contra de sus viejos amigos y cofrades de la revista Proceso− Marín se dirigió a buscar cobijo −y un mejor salario, lo
que es bastante legítimo− a otra compañía periodística: el grupo Multimedios. Para
disculpar su abrupta evasión, Marín argumentó diferencias irreconciliables con
el fundador de aquél semanario: Julio Scherer García. Muchos entendieron las
discrepancias, incluso la crítica y el desacuerdo entre ambos periodistas.
Pocos comprendieron, sin embargo, la virulencia de Marín en contra de un viejo y
apolillado Scherer que otrora le abriera las puertas de Excélsior, de Proceso y,
luego, de su casa.
¿Era un malagradecido? ¿Probablemente un ingrato? ¿Quizá sólo
un poquito desleal? Posiblemente sí. O no. Tal vez únicamente −cansado de
cargarle la maleta a don Julio y escuchar la cargante homilía del sacerdote
Enrique Maza− quería fundarse una historia, aparte. Al fin y al cabo, hay un
momento en que el lacayo sueña con emanciparse para edificar su propio reino. O
cuando menos ordenar un modesto saloncito en donde recibir a su pequeña
feligresía. Algo sencillo, sin demasiado boato. No se sabe. El caso es que −entre
la insidia, la conspiración, el encubrimiento y la exclusión− el actual
director editorial del periódico Milenio
se fue convirtiendo en un especialista en fraguar intrigas, asestar puñaladas
traperas y orquestar traiciones.
Una vez habituado a meter las más diestras zancadillas, en
menos de quince años, Carlos Marín se granjeó la enemistad de un buen número de
historiadores, periodistas, intelectuales, políticos, estudiantes, lidercillos
sindicales, y hasta faranduleros de la peor laya. Adusto exagerado e
intemperante, su museo de bestias negras ha ido creciendo desmesurado. Sus
malquerientes manifiestan que el comentarista escribe desde el oportunismo, el
protagonismo, la frivolidad, el fanatismo, la desproporción, la diatriba e, incluso,
la ingenuidad.
A fuerza de menospreciar, zaherir y traicionar afectos, el antiguo
reportero de El Día carece actualmente
de amistades sinceras, y ya sólo se lo ve acompañado de una henchida comparsa
encabezada por discípulos, subalternos, empleados y uno que otro patiño. Su habilidad
para organizar boicots y habilitar emboscadas, ha propiciado que un nutrido
grupo de redactores, articulistas y gacetilleros lo acaten perrunamente. Además
de temerlo y reverenciarlo, a fuerza de coacciones, sus allegados parecen estimarlo
hasta el servilismo. El conductor de noticias Joaquín López Dóriga, el presentador
de radio Ciro Gómez Leyva y la locutora Denise Maerker, desde hace tiempo, lo
distinguen con una lealtad gatuna. Semejante subordinación, ha producido
excelentes resultados: al día de hoy, los tres comunicadores tienen un espacio estelar
en el periódico dirigido por Marín.
¿Es posible debatir, o controvertir siquiera con el autor de
la columna Asalto a la razón? No, en
lo absoluto. Para este opinador cualquier querella intelectual se transforma en
riña callejera, en pendencia incongruente, en vulgar pugilato. En las
discusiones terquea, porfía y, sin mediar razonamientos, cede a los insultos y
agravios personales. Su apreciación –carente del mínimo discernimiento− no
tiene fondo. O tiene tanto que se ahoga.
Ante la escasez de argumentos, cada plática con el periodista
es una variación sobre el mismo tema. Como todo megalómano, Marín habla mucho y
repetido. En materia de sensatez, sus pifias y desatinos son tan invariables
como colosales. Es un hombre al que no le tocan los problemas ordinarios, ni se
asombra ante las preguntas universales: vive confinado en la particularidad. Como
todo periodista, es un experto en generalidades, un “especialista” que revolotea
sobre todas las cuestiones y no se liga con ninguna. Marín es un personaje de
ideas simples, inflexible, con un código del honor elástico y una moral supina que
ha brotado de su comercio con otros mandarines igualmente intransigentes.
Que mala crtítica. Se va en frases y conceptos que demuestran que el redactor no comulga con el personaje, pero no ofrece sustento. Buena redacción, pero vacua.
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