domingo, 29 de julio de 2012

Carlos Marín: un periodista burlesque




Carlos Marín posee la estatura de un hombre pequeño, casi diminuto. Tiene la piel bruñida, los pómulos prominentes y los ojos sutilmente rasgados. Debajo de un rostro lleno de pelambre –mostachoso y cejijunto− se esconde un sujeto expansivo, redundante y obcecado. Su carcajada franca, estentórea, le descubre al mundo una dentadura aparatosa e increíblemente luminosa. Ante semejante fulgor, un puñado de preguntas surgen recurrentes: ¿Serán prótesis? ¿Tal vez piezas de acrílico? ¿Quizá aparatos removibles? ¿Posiblemente carillas de porcelana? ¿O de resina?
Casi a diario, antes de iniciar su faena, el viejo columnista de origen poblano, se engalana con un traje intachable: el pantalón perfectamente plisado, la camisa impoluta, el saco almidonado, la corbata refulgente. Amante de los ritmos porteños y admirador confeso de Carlos Gardel, quiere cultivar el porte de un intérprete de tango. No obstante, aunque viste y calza con escrupulosidad, en su estampa sin garbo, toda su indumentaria resulta postiza, desatinada, anticuada.
Si concediéramos un poco de crédito a los antiguos fisonomistas medioevales, obtendríamos un curioso perfil sobre este bigotudo personaje: su frente amplia nos descubriría a un alucinado, la concavidad en sus sienes a un espíritu bilioso, su velloso entrecejo a un hombre mezquino, irascible y engorilado. Pero una imagen bajo esta lupa, acaso, resultaría demasiado excesiva.
Una cosa resulta indiscutible: en el reverso de ese aspecto pifiado y anacrónico, se oculta un hombre que, a lo largo de cuarenta años, ha ejercido el periodismo con el celo de un monje budista. Informador denodado, Marín es autor de un breviario de técnicas reporteriles: Manual de periodismo –escrito originalmente en coautoría con Vicente Leñero− que se lee con regular aceptación en los colegios y universidades en donde se imparten las materias de Periodismo, Comunicación, Técnicas de la Información y otras rarezas similares. Estudiante sobresaliente de la carrera de periodismo, redactor del suplemento cultural El Gallo Ilustrado, colaborador habitual en Últimas Noticias de Excélsior, reportero infatigable de la revista Proceso, profesor itinerante en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, Carlos Marín cobró fama y sólida reputación de informador crítico e insobornable. Luego de veintidós años de practicar un periodismo fustigador, empeñoso y ávido de imparcialidad, las cosas se torcieron.
Hace poco más de una década −luego de burlar e intrigar en contra de sus viejos amigos y cofrades de la revista Proceso− Marín se dirigió a buscar cobijo −y un mejor salario, lo que es bastante legítimo− a otra compañía periodística: el grupo Multimedios. Para disculpar su abrupta evasión, Marín argumentó diferencias irreconciliables con el fundador de aquél semanario: Julio Scherer García. Muchos entendieron las discrepancias, incluso la crítica y el desacuerdo entre ambos periodistas. Pocos comprendieron, sin embargo, la virulencia de Marín en contra de un viejo y apolillado Scherer que otrora le abriera las puertas de Excélsior, de Proceso y, luego, de su casa.
¿Era un malagradecido? ¿Probablemente un ingrato? ¿Quizá sólo un poquito desleal? Posiblemente sí. O no. Tal vez únicamente −cansado de cargarle la maleta a don Julio y escuchar la cargante homilía del sacerdote Enrique Maza− quería fundarse una historia, aparte. Al fin y al cabo, hay un momento en que el lacayo sueña con emanciparse para edificar su propio reino. O cuando menos ordenar un modesto saloncito en donde recibir a su pequeña feligresía. Algo sencillo, sin demasiado boato. No se sabe. El caso es que −entre la insidia, la conspiración, el encubrimiento y la exclusión− el actual director editorial del periódico Milenio se fue convirtiendo en un especialista en fraguar intrigas, asestar puñaladas traperas y orquestar traiciones.
Una vez habituado a meter las más diestras zancadillas, en menos de quince años, Carlos Marín se granjeó la enemistad de un buen número de historiadores, periodistas, intelectuales, políticos, estudiantes, lidercillos sindicales, y hasta faranduleros de la peor laya. Adusto exagerado e intemperante, su museo de bestias negras ha ido creciendo desmesurado. Sus malquerientes manifiestan que el comentarista escribe desde el oportunismo, el protagonismo, la frivolidad, el fanatismo, la desproporción, la diatriba e, incluso, la ingenuidad.  
A fuerza de menospreciar, zaherir y traicionar afectos, el antiguo reportero de El Día carece actualmente de amistades sinceras, y ya sólo se lo ve acompañado de una henchida comparsa encabezada por discípulos, subalternos, empleados y uno que otro patiño. Su habilidad para organizar boicots y habilitar emboscadas, ha propiciado que un nutrido grupo de redactores, articulistas y gacetilleros lo acaten perrunamente. Además de temerlo y reverenciarlo, a fuerza de coacciones, sus allegados parecen estimarlo hasta el servilismo. El conductor de noticias Joaquín López Dóriga, el presentador de radio Ciro Gómez Leyva y la locutora  Denise Maerker, desde hace tiempo, lo distinguen con una lealtad gatuna. Semejante subordinación, ha producido excelentes resultados: al día de hoy, los tres comunicadores tienen un espacio estelar en el periódico dirigido por Marín.
¿Es posible debatir, o controvertir siquiera con el autor de la columna Asalto a la razón? No, en lo absoluto. Para este opinador cualquier querella intelectual se transforma en riña callejera, en pendencia incongruente, en vulgar pugilato. En las discusiones terquea, porfía y, sin mediar razonamientos, cede a los insultos y agravios personales. Su apreciación –carente del mínimo discernimiento− no tiene fondo. O tiene tanto que se ahoga.
Ante la escasez de argumentos, cada plática con el periodista es una variación sobre el mismo tema. Como todo megalómano, Marín habla mucho y repetido. En materia de sensatez, sus pifias y desatinos son tan invariables como colosales. Es un hombre al que no le tocan los problemas ordinarios, ni se asombra ante las preguntas universales: vive confinado en la particularidad. Como todo periodista, es un experto en generalidades, un “especialista” que revolotea sobre todas las cuestiones y no se liga con ninguna. Marín es un personaje de ideas simples, inflexible, con un código del honor elástico y una moral supina que ha brotado de su comercio con otros mandarines igualmente intransigentes. 



1 comentario:

  1. Que mala crtítica. Se va en frases y conceptos que demuestran que el redactor no comulga con el personaje, pero no ofrece sustento. Buena redacción, pero vacua.

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