domingo, 8 de junio de 2014

Salvador Elizondo: el geómetra de la exquisitez



A Héctor Baca, observador escrupuloso

Los admiradores de Salvador Elizondo han llegado tan lejos como para creerlo el escritor más puro, e incluso el autor más dotado de su generación. No es así. Elizondo asoma, efectivamente, como el escritor más puramente intelectual y más entrañablemente ilustrado de la segunda mitad del siglo XX.
Pero no es el más aventajado ni, por mucho, el más sobresaliente. Profundiza y escribe con mayor penetración que el inextricable y sedante Juan García Ponce, cómo negarlo. Expresa y concierta sus letras mejor que el afectado y acartonado embajador Sergio Pitol, sin duda. Pero nunca enunciará ni modulará con la potencia expresiva de Fernando del Paso, de todos, su más estricto coetáneo. Su entendimiento sobre cine –género que tanto amó y al que consagró innúmeras páginas, hasta el final de su vida− palidece ante la clarividencia de cinéfilos como Emilio García Riera o José de la Colina.
Algunos años más jóvenes que Elizondo, dos escritores: Carlos Monsivaís y José Emilio Pacheco –que lo escoltarán y distinguirán con su admiración− estarían destinados a superarlo en agudeza y percepción crítica. Hoy nadie podría ver en Elizondo –como quiso su amigo y discípulo, el obcecado  Gabriel Careaga− al profeta de los tiempos futuros y menos al prodigioso director de conciencia que, además, nunca anheló ser. Otros, empero, son sus poderes.
La imaginación de Salvador Elizondo –apoyada en un lenguaje límpido y no casualmente geométrico− descansa, en principio, sobre una dicción en donde los pormenores matemáticos logran un venturoso tránsito hacia las más admirables pinceladas poéticas. Expresión rigurosa e inquisitiva –es verdad− pero siempre emanando, como un deslumbrante surtidor, las más bellas refulgencias. Prosa económica y de agilísimas asociaciones −a veces, quizá, excesivamente cautelosa− gravita sobre un lenguaje cuidado en extremo, como si el autor tuviera plena conciencia de que no queda tiempo suficiente para expresarlo todo y, por lo mismo, el escritor debe articular su modesta verdad con magnificencia. Pero cautela –cuando menos en el caso de Elizondo− no significa apocamiento ni vacilación sino todo lo contrario: temeridad y osadía, bizarría e intrepidez, ante el lenguaje.
Elizondo –al fin y al cabo, epígono sobresaliente de dos ilustres maestros de una estética escrupulosa y algebraica: Valéry y Mallarmé− prefirió atizar un discurso en donde brillaran las chispas de la sensatez y no las sofocantes temperaturas del fárrago. Elizondo −hoguera expresiva él mismo− hurgó en las formas clásicas con el fin de obtener los más variados recursos poéticos y narrativos. Prueba de ello es que practicó con lucidez el hipérbaton y, más que todo, el anástrofe. Ambas formas de invención prósperas y radiantes, cuya brevedad y rigor, dicho sea al paso, exaltaron la imaginación de espíritus tan espléndidos y estrictos como Góngora y Quevedo, Garcilaso y Lope.
A lo largo de toda su obra, nuestro autor defiende una certeza que, aunque tácita, se impone categórica: la erudición y la inteligencia también solicitan y deben –como hijas legítimas del arte son− ser denotadas con bruñidas expresiones. Su hazaña retórica –limpia de exuberancias pero no de símbolos− es tan vigorosa y exquisita que muy pocas veces la veremos eclipsar. O expresado en otros términos: una prosa tan pulimentada encontrará siempre un lugar privilegiado entre los seres de poderosa imaginación.
Elizondo –aunque no fue el más profuso ni el más churrigueresco de su promoción literaria− es el escritor, en cambio, que mejor se ofreció al manejo experimental de las numerosas tonalidades discursivas. Camera lucida, Elsinore y El grafógrafo –textos que participan del ensayo, la poesía e, incluso, del adagio filosófico− son fábulas minuciosas y extremadamente vigiladas en su forma. La técnica y la destreza –herramientas puestas al servicio de un evocador natural− consiguen que el autor, gracias a las tenacidades de su escenario mental, resulte, de igual forma, un poderoso creador imaginativo.
Mientras autores como Carlos Fuentes o Fernando Del Paso pretendían engullir al universo y probaban enunciarlo en una obra totalizadora, Elizondo, por el contario, dibuja con la pasión de un pintor minimalista un cosmos interior. Maestro del rigor y la forma, reduce su expresión a lo esencial. Economía y lenguaje de medios −trabajados hasta la obsesión, como lo hace Elizondo− nos demuestran que no es el que más improvisa, sino el que mejor reforma y deshecha, quien consigue lograr un mejor arquetipo.
Bajo la égida del purismo estructural −y nunca del puritanismo funcional que tanto sugestionó a su admirado Marcel Duchamp− el autor de Teoría del infierno es un formalista discreto que se cuida de jamás publicar las cientos de cuartillas que escribe, simple y sencillamente, porque no le satisfacen. Sólo nos comparte aquello que ante su gusto repulido le parece más escrupuloso. Y aunque siempre tuvo por norma la austeridad, todo el tiempo brota en la obra de Elizondo un apetitoso caudal de recursos: etopeyas y epifonemas, razonamientos dialógicos y divagaciones novelescas. Y todo ello, invariablemente, organizado sobre un mapa tan ilustrado como exacto. Se diría que el autor, como un geómetra de la palabra, trabajó tendido sobre planos y rectas, puntos y politopos. 
Por otro lado, su formación es, a un mismo tiempo, clásica y cosmopolita, tradicional y vanguardista. Aunque, en cada texto de su creación, arriban las citas francesas e inglesas, alemanas e italianas, su literatura no abandona nunca un sustento mexicano. Ahora bien, la acusación más recurrente de la crítica fue –y acaso continúe siendo− que Elizondo enjoyaba y acicalaba demasiado sus textos. Y es cierto. No obstante, como ilustrado en la historia prehispánica −entre tantas otras culturas que bien conoció y dominó− también supo entender que la refulgente pedrería, cuando menos en la tradición precolombina, siempre fue una suerte de ofrecimiento a los dioses paganos.
Ahora bien: en una literatura ocupada por las representaciones gastadas y los patrones sobados, una inspiración hecha de ideas no podía menos que suscitar pasmo y desconcierto. En la generación de Elizondo –colmada de presuntuosos cronistas y narradores que, más que los atributos literarios, apetecieron fama y reconocimiento− muchos fueron quienes aspiraron a la novedad, trastornando, amotinando: carbonizando todo con las llamas del disparate y el descuido. Por ventura, no fue su caso. La suya fue –y ahora puede observarse con perfecta nitidez− una cruzada por devolverle a la literatura su esplendor y magnificencia. Sus enemigos acérrimos fueron la ligereza y la insensatez: el mercado y la verbena. En Elizondo –como en Hugo: como en Dégas: como en Li Bai− hay una sensibilidad que se inclina hacia los temas intelectuales. Recordemos que −sin llegar a ser un eminente sinólogo, a la manera de aquel memorable personaje de Canetti− también fue un destacado examinador y difusor de literatura china. De su intimidad con los sinogramas, su comercio intelectual con la obra de autores como Su Xun y Zen Gong −en los que tan bien supo ahondar− sacaría un provecho que, más tarde, explotaría a favor de su ceñido estilo discursivo.
Con locuciones epistemológicas, preludios ontológicos y términos pragmáticos, un geómetra hubiera podido escribir –no sin gran entusiasmo− el epitafio del Salvador Elizondo. Detrás del gran prosista que fue, hubo siempre un poeta ávido de perfección. Detrás de este novelista –¿cómo no percibirlo?− cantó un lírico inspirado. Y arrebatado, a su vez, por la voz de ese lírico –¿quién podría cerrar oídos ante su pulcro solfeo?− escribió una pluma iluminada.
Si atrevemos un poco más y nos sumergimos en el torrente de páginas que Elizondo escribió, podemos encontrar en su Autobiografía precoz –el único volumen en donde, resueltamente, rehuyó a todo extremismo de la forma− el relato más honrado y festivo que compuso. Sin ser propiamente un texto humorista –pero sí un esfuerzo por contrariar su naturaleza melancólica−, el autor nos manifiesta en cada uno de estos episodios que, como todos los seres humanos en la vida, hubo momentos en donde él también se encontró frente a frente con la alegría. Y aunque son más las digresiones solemnes, sobresalen bastantes acontecimientos rebosados de ingenio. En este libro –y que hay que insistir: no es estrictamente de catadura donosa− hay un humor que, cuando aparece, es intelectual y refinado, pero sin llegar jamás a la mordacidad. De ahí que no podamos señalar −como tonta y repetidamente se ha dicho− que su garbo y sus influjos hayan sido ingleses. Imposible sostener esa boba generalización. Salvador Elizondo nunca escribe con la insolencia de un Goldsmith y tampoco con el sangriento escarnio de un Charles Lamb. Ni siquiera se acerca al ludibrio wildeano y menos a la enorme socarronería del católico Chesterton. En todo caso –y con bastante esfuerzo− podríamos pensar que su humor, por frugal, está más cerca de la sensibilidad de un Lord Bacon o un Addison. Y, aún con todo, nunca es esencialmente inglés. Lo cierto es que, ante Salvador Elizondo, estamos frente a un personaje demasiado ilustrado y complejo, cuyo minucioso geniecillo supo jugar hábilmente con los más variados registros.
Los censores del buen gusto le reprochaban a Elizondo que su arte fuese tan repulido, elegante, quizá hasta tocar lo inmoderado. No menos le amonestaban el estilo: uno de los más acrisolados e higienizados que se hubiese intentado en la cohibida literatura nacional. Le censuraban su rigidez, su intransigencia. Estupideces. Su habilidad narrativa, en realidad, es de una pasmosa delicadeza y sin embargo nunca encontramos petulancia o dogmatismo. En pocas ocasiones es irónico, a menudo ceremonioso, y muchas veces exquisito. En Narda o el verano, que inicia con una cita Lord Tennyson, los personajes tienen una cultura encumbrada: hacen citas en inglés y en francés, conversan sobre pintura, nos cuentan pormenores cinematográficos y, en general, nos agasajan con variadas y sofisticadas referencias que van de Diego Rivera al Times Literary Supplement y de las películas de Tarzán a la música tropical. Hablan –dice el narrador Elizondo− con “tono wagneriano” y “suficiencia kantiana.”
¿Pero cómo logró semejante cadencia, entre tantos influjos? ¿De dónde obtuvo sus estímulos? ¿Halló sus verdaderos incentivos –como declaró en diferentes oportunidades− en Paz, en Borges, en las artes plásticas, en la fotografía, en el cine, en la música, o en todo eso junto? Es posible. Lo cierto es que cuando se prepare inventario de los estilistas de la literatura mexicana −no tengamos duda− Salvador Elizondo será quien encabece ese catálogo.
Quien alegue que Elizondo fue un autor que practicó una literatura explícita y tajante, se equivoca. En Elizondo –como en todo poeta de la forma− hay bastante artificio. El escritor sustituye la expresión directa por todo un sistema de dicciones simbolistas de la mayor energía y de la más extremada belleza. Tenazmente –por no decir obsesivamente− estuvo afinando su técnica, hasta lograr un virtuosismo que aventajó el de cualquiera de sus contemporáneos. Y justo ahí: en la prosa poética o, si se quiere, en la poesía en prosa, es donde se halla el reino de Salvador Elizondo.
Pasado el tiempo, y sobrepasados los límites de su arte, el autor de Contextos −teniendo como única compañía a un monitor en donde se proyectaba filmes− terminó por capitular ante el silencio y el retiro. Pero, en torno a su obra, no cabe alarmarse: cuando se agote el escándalo de los novísimos escritores del momento, veremos prosperar –no abriguemos dudas− a Salvador Elizondo como lo que fue: uno de los más grandes y escrupulosos agentes de la exquisitez.

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