Anoche terminé de leer “Europa” −trilogía
del narrador y ensayista Luis Bugarini− tentativa largamente aplazada, lo
confieso, por temor al fiasco.
Hecho este
primer desahogo debo admitir que mis recelos eran, todos, pueriles. A juzgar
por estos libros de escritura y argucias, por lo general, impecables −Estación
Varsovia, Perros de París y Memoria de Franz Müller− debemos permanecer muy
avizores sobre la futura obra del autor que las alienta. Sería fácil ceder a la
tentación de la profecía y vaticinar que este escritor mexicano, nacido en
1978, será mañana la gloria literaria que hoy ninguno supimos estimar. Algún
reseñista atareado en su búsqueda de novedades −si lo dejan− podría fácilmente
anunciar a Bugarini como el padre de cierta literatura naciente que tiene su fundamento,
medularmente, en los clásicos occidentales. Yo, poco dado a la predicción,
sinceramente desconozco qué porvenir habrán de recorrer sus trabajos. Una cosa
atisbo: Luis Bugarini posee –dicho esto sin ánimo incendiario− la imaginación
prosística más acentuada de su promoción. Y no es privilegio menor teniendo al
lado a plumas tan consumadas, entre sus mismos contemporáneos, como Yuri
Herrera, Antonio Ortuño, Daniel Espartaco, Rogelio Guedea y Luis Jorge Boone,
poetas y prosistas con los que, por lo demás, ha compartido el ambiente
contextual pero muy escasas, o nulas, analogías. Quizá lo que destaca en el
perfil de Bugarini y que, a todas luces, no han logrado sus compañeros
generacionales es que ha sabido marchar −con igual acierto que en la lírica y la
ficción− por el intrincado camino del ensayo y la literatura comparada. No es
fácil absorber y practicar –con la tenacidad que ha hecho Bugarini− dos
tradiciones que, por alguna razón estúpida, todavía hay quienes se obstinan en
imaginarlas contrapuestas: crítica y creación. Pero ya mucho se ha
controvertido sobre esta necedad y no vale la pena ni el esfuerzo agregar una
línea más a ese disparate. Lo que sí se puede decir –y eso nos regresaría al
núcleo de nuestro asunto− es que Bugarini ha escrito una trilogía que, sin
duda, el historiador y geógrafo ruso Vassili Tatichtchev no dudaría en reclamar
como hija natural del continente que tan testarudamente se afanó en delimitar.
Ahora bien:
evadiendo los tópicos del nacionalismo mexicano, rehuyendo la ordinariez de la
narconovela y la tan menudeada caricatura literaria, cuyas coartadas
comerciales, por cierto, ya resultan sosas y bostezantes hasta para los tontos
editores que en un principio decidieron atizarlas, Bugarini nos ha obsequiado
una serie notabilísima. Leyendo superficialmente este repertorio, se podría,
simplemente, denunciar que el autor es un germanista; señalar, por ejemplo, que
su prosa exhala los influjos de −no sé− un Jünger, un Hauptmann o, a veces,
hasta del zaherido Christoph Hein. Pero esas bagatelas sólo acertarían a
expresar las frivolidades de la pericia bibliográfica y no explicarían nada más
allá de una mera afectación erudita. Y, en asuntos de estimaciones arbitrarias,
como debe ejercerse la crítica literaria, mejor es hablar en corto y por lo
derecho.
Separado de
los muchos ecos alemanes o rusos que pueden reverberar en los tres libros en
comento, me parece que hay en Bugarini un cimiento más nervudo que respalda su
labor creativa. Su tetralogía −además de ofrecer una prosa elegante que es, a
un mismo tiempo, vigorosa, sin por eso apelar al incentivo de la exquisitez−
logra tocar la médula del lector. Y eso −en
una época en donde ya muchos escriben únicamente para halagar a los endiablados
espíritus gregarios− ya es suficiente aportación. Pero seamos un poco más
entremetidos: ¿Qué hace tan envolvente a estos tres discursos? ¿Qué ofrece de
especial su continuidad argumental? No el estilo acicalado, que lo tiene y
siempre muy bien rematado. Tampoco el interesante manejo de la alteridad y la
oda interna, que francamente alcanza estados suculentos. Ni siquiera la
escrupulosidad y la densidad que pone el autor al momento de trazar el humor y
la catadura de cada uno de sus personajes. Su temática –más allá de la
psicología de los protagonistas y la prosapia intelectual de donde pretendamos
abrazarla− envuelve preocupaciones ordinarias que otros han esquivado, acaso
por desdén, ineptitud o simple y llana impericia. Sintetizo: el desasosiego de
un alcohólico divorciado ante el vacío de la soledad, la zozobra de un hijo
menospreciado por el padre que, dando tumbos, va de frustración en
frustración y −ya para saturar el ambiente de mórbidos reveses existencialistas−
el naufragio de un genio adolescente que, para paliar sus chascos, se refugia
en una perpetua galbana y el inocuo adiestramiento de perros. ¿Podría
solicitarse una urdimbre más pueril y, por lo mismo, más universal que ésta?
“Europa”
–dicho en términos más espontáneos− es una trilogía sobre el temperamento
humano. El novelista ha fundado un cosmos arrebatador y, en buena medida, ha
conseguido que el lector sensible a las temáticas umbrías logre encontrar un
buen alojo entre sus páginas. Sin embargo, hay que decirlo con todas sus
letras: la trilogía de Bugarini no es mexicana, ni nacionalista, ni localista.
Y qué bueno que sus textos no adolezcan de esa tara. Hoy ya todo mundo sabe que
una buena obra, para perdurar, no necesariamente debe hundir sus raíces sobre
el minúsculo y fangoso territorio del patriotismo. Una última apostilla: de
perseverar en esa métrica clásica y europeizada, Bugarini debe aceptar que está firmando su condena a ser leído y valorado a destiempo aunque, más tarde o más temprano, sea reconocido como un maestro dentro de los límites que él mismo ha querido
imponerse. En suma: jamás será nuestro contemporáneo. No obstante, sí lo será
de tipos como Marcel Schwob, Thomas Bernhard, o Joseph Roth. La pregunta más sensata que
se me ocurre a esta hora es: ¿Alguna vez querrá nuestro autor realizar el gesto
quijotesco de cambiar estas inestimables correlaciones con tal de fingirse afín
a los cerriles tópicos de sus contemporáneos? Ojalá que nunca se vea en esa
absurda encrucijada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario