
La pregunta surge natural: ¿Lo ha
conseguido? No, para responder con rotunda franqueza. De hecho, se requiere
brío e indulgencia para resistir los catorce capítulos −420 páginas− de su más
reciente novela: La Torre y el Jardín.
Una caterva de seres estrambóticos emergen en los primeros apartados: un
elefante entronizado y elevado a la categoría de zar de la concupiscencia, calamares
gigantes –cefalópodos, cuida siempre de llamarlos el afectado autor−, un tal
Carlo Grimaldi –insípido guía de cazadores− que provee de bestias y alimañas a la
exigente clientela de zoófilos que acude a “El brincadero,” portal que −aunque puede estar en la colonia Centro, en
el corazón del Distrito Federal, o en la colonia Independencia, en Cuautitlán
Izcalli− resulta que conduce directo hacia el empíreo de la lascivia. Al correr
de las páginas, la presencia de los desvariados se multiplica: se centuplica.
Lo que prometía una trama más o menos interesante, se enreda. Brotan –sin dejar
de hacerlo nunca− personajes y más personajes. El autor −acostumbrado a
narraciones de menor aliento− incluye bichos, actores y cada vez más
bestezuelas amorfas. Por aquí y por allá –además de los héroes principales:
Molinar, los gemelos Olaf, Kustos, personaje que traspasa paredes, brotando y evaporándose
a su capricho− comparecen rottweilers pervertidos, hombres lobo y libertinos
que se solazan al ritmo de Los Panchos y Agustín Lara. Pésimo ensamblador de su
propia fábula, el narrador concede la palabra a sus creaciones y, luego de
adjudicarles una nimia participación, ya no sabe qué hacer exactamente con
ellos. Traza un perfil del personaje, le agrega una aventura –preferentemente huera−
y, cuando pensamos que sobrevendrá el verdadero episodio, nos corta la
secuencia y despacha al héroe, casi con una patada.
A
momentos, tratando de seguir su prosa desatinada y caótica, el autor escribe
apresurado. En otros avanza medroso: como el acróbata que piensa en sus últimos
descalabros mientras se esfuerza por mantener el equilibrio. Intentando arribar
lo antes posible a su objetivo, termina por extraviarse y llegar a ninguna
parte. Poco a poco, en el libro, la locura gana terreno. Abstemios y locuaces
viven juntos en Morosa, incongruente ciudad del desvarío, y la zoosexualidad, en
donde nada tiene sentido, comenzando por la intriga. Hay –no podían faltar−
bromas, chistes, bufonadas: el repertorio a que nos tiene acostumbrado el alquimista
Chimal. Todo con el fin −¿otra vez comercial?− de aligerar el peso de esta fábula
telequinética. El autor –ya se sabe− opera muy bien los mecanismos del
pastelazo. Los conoce tanto que, una vez más, insiste en demostrarlo y no se
toma ya la molestia de explorar nuevos rumbos. Para hacer su libro entretenido,
además de lo expuesto, el escritor pacta con animales parlanchines, locos
invencibles, sádicos taxidermistas, iguanas gigantes: todos locos de remate. De
repente un relámpago: dos o tres sucesos pulcramente narrados. La novela –o lo
que se pretenda este soporífero texto misceláneo− alcanza momentos atractivos.
Allí un párrafo –como la luz− titila esplendoroso; allá un buen enunciado –como
la sombra− se agazapa y, de pronto, salta sorprendiendo al lector. Los
aciertos, empero, no duran demasiado. Páginas más adelante −uf− otra vez más
tediosos extraterrestres, un nuevo puñado de chiflados, humanoides, criaturas
mecánicas: un anfiteatro de esperpentos. Seguimos y encontramos otra tanda de
chistes y, nuevamente, más descripciones machaconas. Todo el tejido narrativo
–a fuerza de ocurrencias, ingeniosidades y desorden− se aja, se apesta: aburre.
Si Alberto Chimal logró sorprender con la eficacia y el humorismo de sus textos
breves, con este trabajo largo y enrevesado, consigue ofuscar y, francamente,
decepcionar.
Hay
más: los personajes –como si fueran profesores de hermenéutica− están poseídos
de un gran ardor parlamentario. Todos hablan elevado, todos quieren expresar,
aparatosos, su doctrina: su kerigma. Los protagonistas lanzan axiomas, o mejor:
revelaciones, o peor: obviedades. “Como es sabido a un buen burdel no se acude
jamás para tener un coito, porque un coito puede lograrse en cualquier sitio,
deprisa, simplemente con un poco de cautela o de abandono. No hace falta mayor
esfuerzo ni cabe mayor recompensa.” Hay –cómo no− postulados todavía más
–bastante más− desabridos. Digámoslo tajante: en La torre y el jardín −además de los macacos depravados y los verdugos
chocarreros− menudean las perogrulladas y las reflexiones insípidas.
Ahora
mal: los personajes se parecen demasiado. Una voz es idéntica a la otra. Un
arquitecto habla igual a un vaquero y un domador idéntico a un ovejero. De esta
forma, ignorantes y sabios permutan sus errores: torpes e ilustrados alternan
sus tonterías. A cada paso, el libro refrenda su vacío. Fragmentos
inconstantes, marañas, conjeturas, pistas dudosas, vagas informaciones: un caos
que nunca se controla. El novelista quiere encender su texto y, a fuerza de inflamarlo,
termina por carbonizarlo. Tal vez, el escritor Chimal no fuma y quizá por eso
ignora que el éxito de una buena pipa depende del arte de encenderla. No está
obligado, desde luego, a conocer los secretos de la cachimba. Pero como
cuentista, le correspondería dominar los mínimos artilugios del género.
Al
final del libro, se impone un aroma a caos y a desequilibrio que no se inhibe
con nada. Para hacer literatura –mágica, fantástica, realista, sobrenatural, o
la locura que se quiera− se necesita más que apelar a las cansinas fraseologías
efectistas.
Algún irresponsable escribió que
Chimal era el “Henry James de su generación”; otro ocurrente dijo: “una promesa
de las letras mexicanas”; alguien más agregó: “un polifacético, un
imprescindible.” ¡Demontre! Suena bien, se oye bombástico. Lo cierto es que,
mientras afuera algunos reseñistas le ofrecen loas y vítores, el relator en
quien ha sido depositada la esperanza nos enjaretó un libro en donde –al final de su
muy tediosa y larga travesía− sólo nos queda el amargo fermento de su prosa.
Y este comentario (¿o es otra cosa?), ¿por qué tan lleno de odio? ¿Qué te arde tanto? ¿Que tú no puedes hacer algo mejor con todo y lo malo que pueda ser el libro? Por todos lados llueven las críticas como una retahíla de proyecciones desde un ego herido... Lugar común es la crítica hoy en día. Y si lo que te molestó fue haber perdido tu tiempo al leer libro, quizá yo también debería estarlo contigo por haber leído tu... comentario. Aunque nadie me obligó. Espero que tampoco a ti te hayan obligado a leer el libro. Quizá de ahí tu molestia. Es difícil entender tu intención con este texto. Prefiero leer el libro, por lo menos ahí hay una empresa que pretende construir.
ResponderEliminarAlberto Chimal es un escritor muy sobrevalorado. No tiene libros realmente importantes, solo premiecitos entre amigos. Por lo regular su estilo es muy aburrido. En lo personal, prefiero Dan Brown comercial y simplón, que un somnífero como la Torre y el Jardín
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