lunes, 18 de abril de 2011

Gracejos de un poeta caribeño



Buscando solaz, termino extraviado en las playas de Cancún. En un desorientado peregrinaje, tropiezo con José Antonio Santayana. El poeta caribeño es autor de un simpático e incoherente librito titulado: “Deseo ser como el soplo para sembrar mis dulces coplas en los abiertos surcos del mar.” Se trata de un hombre corpulento con una joroba de músculos en la espalda que, sin duda, debe agregar problemas al sastre que confecciona sus guayaberas. La diminuta cabeza del escritor, hundida entre un par de hombros formidables, me parece insultantemente pequeña. Su cuerpo es pesado y -como todo barrigudo- tiene corto el resuello. Camina dando suaves balanceos, como si fuera un elefante con una pierna más corta que la otra.

Más allá de los ampulosos e infelices borboritos que empantanan sus trabajos, es un personaje que perturba. En la potencia con la que habla este gigante de risa cantarina, se descubre un liviano asomo de ternura. La pícara ligereza con que gasta bromas sobre cualquier menudencia, es idéntica a la de un niño ladino. Antes de llegar a mi posada, me convida a tomar un coctel:
-¿Y qué tal si nos lanzamos por un “Vuelve a la vida”? -me grita, con el tono franco y socarrón de un pequeño bribón.
Mientras lo veo masticar tentáculos de pulpo y engullir camarones enteros, me comparte algunos de sus más extasiados arrebatos poéticos. En menos tiempo del que espero, el clima ardiente y su enardecida zarzuela comienzan a producirme serios tormentos. Luego de veinte minutos de parloteo y sórdido lirismo, sus piezas me parecen funestos e insoportables salterios. Durante el tiempo que dura nuestra refección, mi rostro comienza a ser arrasado por verdaderos torrentes de sudor. Al mirar a Santayana -que lleva la camiseta y los pantalones adheridos al cuerpo- pienso en una sardina recién desenlatada. El ardoroso juglar enfrenta con estoicismo el calorón, y yo también trato de fingirme a gusto. Mi fracaso, sin embargo, florece espontáneo.
Al cabo de un tiempo pernicioso, el poeta Santayana -siguiendo esa detestable regla que suelen adoptar los anfitriones- está resuelto a recrearme, agradarme y entretenerme. Saliendo del merendero, me lleva a dar una absurda y azarosa caminata por toda la avenida Kukulkan. Durante hora y media caminamos, teniendo como único telón de fondo un abominable paisaje de sol, piedras, hierba y monte.  Finalmente, terminamos en una afamada playa cuyo nombre, en sí mismo, resulta agraviante: La talcosa. Confieso que -hasta ahora- jamás había estado en presencia de unas aguas tan diáfanas. Y aunque yo imaginaba que en mi primer contacto con estos nítidos litorales, iban a brotar en mí sentimientos portentosos, lo cierto es que todo aquello me resulta un poco indiferente. Al adivinar que mi sensibilidad se encuentra sartreanamente atrofiada, el poeta Santayana me sorprende, una vez más, con otra de sus gracejadas:
-“Si quiere usted, ahora mismo le puedo propinar un sólido puntapié, para ver si con ello estos mares comienzan a emocionarle un poco.”
 

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