A Héctor Baca, observador escrupuloso
Los admiradores
de Salvador Elizondo han llegado tan lejos como para creerlo el escritor más
puro, e incluso el autor más dotado de su generación. No es así. Elizondo
asoma, efectivamente, como el escritor más puramente intelectual y más
entrañablemente ilustrado de la segunda mitad del siglo XX.
Pero
no es el más aventajado ni, por mucho, el más sobresaliente. Profundiza y
escribe con mayor penetración que el inextricable y sedante Juan García Ponce,
cómo negarlo. Expresa y concierta sus letras mejor que el afectado y acartonado
embajador Sergio Pitol, sin duda. Pero nunca enunciará ni modulará con la
potencia expresiva de Fernando del Paso, de todos, su más estricto coetáneo. Su
entendimiento sobre cine –género que tanto amó y al que consagró innúmeras
páginas, hasta el final de su vida− palidece ante la clarividencia de cinéfilos
como Emilio García Riera o José de la Colina.
Algunos
años más jóvenes que Elizondo, dos escritores: Carlos Monsivaís y José Emilio
Pacheco –que lo escoltarán y distinguirán con su admiración− estarían destinados
a superarlo en agudeza y percepción crítica. Hoy nadie podría ver en Elizondo
–como quiso su amigo y discípulo, el obcecado Gabriel Careaga− al profeta de los tiempos futuros
y menos al prodigioso director de conciencia que, además, nunca anheló ser.
Otros, empero, son sus poderes.
La
imaginación de Salvador Elizondo –apoyada en un lenguaje límpido y no casualmente
geométrico− descansa, en principio, sobre una dicción en donde los pormenores matemáticos
logran un venturoso tránsito hacia las más admirables pinceladas poéticas. Expresión
rigurosa e inquisitiva –es verdad− pero siempre emanando, como un deslumbrante surtidor,
las más bellas refulgencias. Prosa económica y de agilísimas asociaciones −a
veces, quizá, excesivamente cautelosa− gravita sobre un lenguaje cuidado en
extremo, como si el autor tuviera plena conciencia de que no queda tiempo
suficiente para expresarlo todo y, por lo mismo, el escritor debe articular su
modesta verdad con magnificencia. Pero cautela –cuando menos en el caso de
Elizondo− no significa apocamiento ni vacilación sino todo lo contrario: temeridad
y osadía, bizarría e intrepidez, ante el lenguaje.
Elizondo
–al fin y al cabo, epígono sobresaliente de dos ilustres maestros de una
estética escrupulosa y algebraica: Valéry y Mallarmé− prefirió atizar un
discurso en donde brillaran las chispas de la sensatez y no las sofocantes
temperaturas del fárrago. Elizondo −hoguera expresiva él mismo− hurgó en las
formas clásicas con el fin de obtener los más variados recursos poéticos y narrativos.
Prueba de ello es que practicó con lucidez el hipérbaton y, más que todo, el
anástrofe. Ambas formas de invención prósperas y radiantes, cuya brevedad y rigor,
dicho sea al paso, exaltaron la imaginación de espíritus tan espléndidos y
estrictos como Góngora y Quevedo, Garcilaso y Lope.
A lo largo de toda su obra, nuestro autor defiende una certeza que, aunque tácita, se impone categórica: la erudición y
la inteligencia también solicitan y deben –como hijas legítimas del arte son− ser denotadas con bruñidas expresiones. Su hazaña retórica –limpia de exuberancias
pero no de símbolos− es tan vigorosa y exquisita que muy pocas veces la veremos
eclipsar. O expresado en otros términos: una prosa tan pulimentada encontrará
siempre un lugar privilegiado entre los seres de poderosa imaginación.
Elizondo
–aunque no fue el más profuso ni el más churrigueresco de su promoción
literaria− es el escritor, en cambio, que mejor se ofreció al manejo
experimental de las numerosas tonalidades discursivas. Camera lucida, Elsinore y
El grafógrafo –textos que participan
del ensayo, la poesía e, incluso, del adagio filosófico− son fábulas minuciosas
y extremadamente vigiladas en su forma. La técnica y la destreza –herramientas
puestas al servicio de un evocador natural− consiguen que el autor, gracias a
las tenacidades de su escenario mental, resulte, de igual forma, un poderoso
creador imaginativo.
Mientras
autores como Carlos Fuentes o Fernando Del Paso pretendían engullir al universo
y probaban enunciarlo en una obra totalizadora, Elizondo, por el contario,
dibuja con la pasión de un pintor minimalista un cosmos interior. Maestro del
rigor y la forma, reduce su expresión a lo esencial. Economía y lenguaje de
medios −trabajados hasta la obsesión, como lo hace Elizondo− nos demuestran que
no es el que más improvisa, sino el que mejor reforma y deshecha, quien
consigue lograr un mejor arquetipo.
Bajo
la égida del purismo estructural −y nunca del puritanismo funcional que tanto
sugestionó a su admirado Marcel Duchamp− el autor de Teoría del infierno es un
formalista discreto que se cuida de jamás publicar las cientos de cuartillas
que escribe, simple y sencillamente, porque no le satisfacen. Sólo nos comparte
aquello que ante su gusto repulido le parece más escrupuloso. Y aunque siempre tuvo
por norma la austeridad, todo el tiempo brota en la obra de Elizondo un apetitoso
caudal de recursos: etopeyas y epifonemas, razonamientos dialógicos y divagaciones
novelescas. Y todo ello, invariablemente, organizado sobre un mapa tan ilustrado
como exacto. Se diría que el autor, como un geómetra de la palabra, trabajó
tendido sobre
planos y rectas, puntos y politopos.
Por
otro lado, su formación es, a un mismo tiempo, clásica y cosmopolita, tradicional
y vanguardista. Aunque, en cada texto de su creación, arriban las citas
francesas e inglesas, alemanas e italianas, su literatura no abandona nunca un
sustento mexicano. Ahora bien, la acusación más recurrente de la crítica fue –y
acaso continúe siendo− que Elizondo enjoyaba y acicalaba demasiado sus textos.
Y es cierto. No obstante, como ilustrado en la historia prehispánica −entre
tantas otras culturas que bien conoció y dominó− también supo entender que la refulgente
pedrería, cuando menos en la tradición precolombina, siempre fue una suerte de ofrecimiento
a los dioses paganos.
Ahora
bien: en una literatura ocupada por las representaciones gastadas y los
patrones sobados, una inspiración hecha de ideas no podía menos que suscitar
pasmo y desconcierto. En la generación de Elizondo –colmada de presuntuosos
cronistas y narradores que, más que los atributos literarios, apetecieron fama
y reconocimiento− muchos fueron quienes aspiraron a la novedad, trastornando,
amotinando: carbonizando todo con las llamas del disparate y el descuido. Por
ventura, no fue su caso. La suya fue –y ahora puede observarse con perfecta
nitidez− una cruzada por devolverle a la literatura su esplendor y
magnificencia. Sus enemigos acérrimos fueron la ligereza y la insensatez: el
mercado y la verbena. En Elizondo –como en Hugo: como en Dégas: como en Li Bai−
hay una sensibilidad que se inclina hacia los temas intelectuales. Recordemos
que −sin llegar a ser un eminente sinólogo, a la manera de aquel memorable
personaje de Canetti− también fue un destacado examinador y difusor de
literatura china. De su intimidad con los sinogramas, su comercio intelectual
con la obra de autores como Su Xun y Zen Gong −en los que tan bien supo
ahondar− sacaría un provecho que, más tarde, explotaría a favor de su ceñido
estilo discursivo.
Con
locuciones epistemológicas, preludios ontológicos y términos pragmáticos, un
geómetra hubiera podido escribir –no sin gran entusiasmo− el epitafio del
Salvador Elizondo. Detrás del gran prosista que fue, hubo siempre un poeta
ávido de perfección. Detrás de este novelista –¿cómo no percibirlo?− cantó un lírico
inspirado. Y arrebatado, a su vez, por la voz de ese lírico –¿quién podría
cerrar oídos ante su pulcro solfeo?− escribió una pluma iluminada.
Si
atrevemos un poco más y nos sumergimos en el torrente de páginas que Elizondo escribió,
podemos encontrar en su Autobiografía
precoz –el único volumen en donde, resueltamente, rehuyó a todo extremismo
de la forma− el relato más honrado y festivo que compuso. Sin ser propiamente
un texto humorista –pero sí un esfuerzo por contrariar su naturaleza
melancólica−, el autor nos manifiesta en cada uno de estos episodios que, como
todos los seres humanos en la vida, hubo momentos en donde él también se
encontró frente a frente con la alegría. Y aunque son más las digresiones solemnes,
sobresalen bastantes acontecimientos rebosados de ingenio. En este libro –y que
hay que insistir: no es estrictamente de catadura donosa− hay un humor que, cuando
aparece, es intelectual y refinado, pero sin llegar jamás a la mordacidad. De
ahí que no podamos señalar −como tonta y repetidamente se ha dicho− que su
garbo y sus influjos hayan sido ingleses. Imposible sostener esa boba
generalización. Salvador Elizondo nunca escribe con la insolencia de un Goldsmith
y tampoco con el sangriento escarnio de un Charles Lamb. Ni siquiera se acerca
al ludibrio wildeano y menos a la enorme socarronería del católico Chesterton. En
todo caso –y con bastante esfuerzo− podríamos pensar que su humor, por frugal,
está más cerca de la sensibilidad de un Lord Bacon o un Addison. Y, aún con
todo, nunca es esencialmente inglés. Lo cierto es que, ante Salvador Elizondo,
estamos frente a un personaje demasiado ilustrado y complejo, cuyo minucioso
geniecillo supo jugar hábilmente con los más variados registros.
Los
censores del buen gusto le reprochaban a Elizondo que su arte fuese tan
repulido, elegante, quizá hasta tocar lo inmoderado. No menos le amonestaban el
estilo: uno de los más acrisolados e higienizados que se hubiese intentado en
la cohibida literatura nacional. Le censuraban su rigidez, su intransigencia. Estupideces.
Su habilidad narrativa, en realidad, es de una pasmosa delicadeza y sin embargo
nunca encontramos petulancia o dogmatismo. En pocas ocasiones es irónico, a
menudo ceremonioso, y muchas veces exquisito. En Narda o el verano, que inicia con una cita Lord Tennyson, los
personajes tienen una cultura encumbrada: hacen citas en inglés y en francés,
conversan sobre pintura, nos cuentan pormenores cinematográficos y, en general,
nos agasajan con variadas y sofisticadas referencias que van de Diego Rivera al
Times Literary Supplement y de las películas de Tarzán a la música tropical.
Hablan –dice el narrador Elizondo− con “tono wagneriano” y “suficiencia
kantiana.”
¿Pero cómo
logró semejante cadencia, entre tantos influjos? ¿De dónde obtuvo sus
estímulos? ¿Halló sus verdaderos incentivos –como declaró en diferentes
oportunidades− en Paz, en Borges, en las artes plásticas, en la fotografía, en
el cine, en la música, o en todo eso junto? Es posible. Lo cierto es que cuando
se prepare inventario de los estilistas de la literatura mexicana −no tengamos
duda− Salvador Elizondo será quien encabece ese catálogo.
Quien
alegue que Elizondo fue un autor que practicó una literatura explícita y
tajante, se equivoca. En Elizondo –como en todo poeta de la forma− hay bastante
artificio. El escritor sustituye la expresión directa por todo un sistema de
dicciones simbolistas de la mayor energía y de la más extremada belleza.
Tenazmente –por no decir obsesivamente− estuvo afinando su técnica, hasta
lograr un virtuosismo que aventajó el de cualquiera de sus contemporáneos. Y
justo ahí: en la prosa poética o, si se quiere, en la poesía en prosa, es donde
se halla el reino de Salvador Elizondo.
Pasado
el tiempo, y sobrepasados los límites de su arte, el autor de Contextos −teniendo como única compañía
a un monitor en donde se proyectaba filmes− terminó por capitular ante el
silencio y el retiro. Pero, en torno a su obra, no cabe alarmarse: cuando se
agote el escándalo de los novísimos escritores del momento, veremos prosperar
–no abriguemos dudas− a Salvador Elizondo como lo que fue: uno de los más
grandes y escrupulosos agentes de la exquisitez.