Un editor barbudo –cuya vellosidad, en apariencia, no interesa tanto como el premio Villaurrutia que le acaban de regalar– visita cierto restaurante en donde meriendo con regularidad. Ahí conversa prolongada, febrilmente, con unos y con otros; se toma fotografías con la mayoría y almuerza con todo el mundo. Una mano longeva, nudosa, moteada y tan liviana como si estuviera hueca, se alza una y otra vez, sentenciosa, sobre una pesada ola de insistente y susurrante facundia.
–¿Y qué tal? –les pregunto a algunos–. ¿Qué opinión les merece a ustedes este señor Alatriste?
–¡Majestuoso! ¡Formidable! ¡Elocuente! –me responden, casi al unísono–. Es un hombre realmente vivaz e inteligente…