domingo, 24 de agosto de 2014

La soberanía lírica de Francisco Hernández


Ignoro si Francisco Hernández −como tantos otros autores− tendrá ese mítico interés por la posteridad. Desconozco también si en el febril denuedo con el que se afana a la poesía haya una aspiración –enunciada o íntima− por alcanzar el porvenir. No sería –por lo demás− particular ni extravagante. La pretensión –si la tuviera− hallaría su estímulo dentro de la idea renacentista del arte como medio para alcanzar la eternidad y que, a su vez, tuviera su acicate en aquella célebre tercera oda horaciana: “Un monumento me alcé/ más duradero que el bronce,/ más alto que las pirámides/ de regia, fúnebre mole./ Uno que ni el Aquilón/ ni aguaceros roedores/ vencerán, ni cuantos siglos/ rápido el tiempo amontone.” Una cosa me parece categórica: no corremos riesgo al afirmar –ya desde ahora− que el nombre y la obra de nuestro poeta serán reconocidos y perpetuados por la memoria póstuma. Francisco Hernández −a pesar de la exigente brevedad de su obra lírica− se inscribe en la lista de los más fúlgidos escritores en lengua castellana que tenemos en activo.
Mucho se ha escrito sobre su labor y, sin embargo, siempre estaremos en deuda con él, con su legado: con su arte cimero. ¿Y cómo no estarlo? En su obra poética toda esplende un trabajo variado, repulido con fogosidad y vigorosamente excepcional. ¿Excepcional? Sí y más aún: labor fuera de lo rutinario y sugestión distante del fugaz sombrero que ornamenta la moda literaria.  ¿Poeta? ¿Filósofo? ¿Narrador? ¿O todos esos talentos fundidos en la más curiosa asociación? En cada una de estas preguntas se halla la respuesta.
Han pasado casi cuarenta años desde la aparición de Gritar es cosa de mudos, su primer poemario. Trabajo que –valiéndose de excéntricos y heteróclitos arrestos− concentraba, entre sus más notorias privanzas, una deleitable influencia de Pessoa y Coleridge:

Pero yo, siempre yo por debajo de todo,
sigo pensando que gritar es cosa de mudos
y que escuchar es intercambiar ecos
con barcos fantasmas o con muertos
que han perdido la esperanza de vengarse.

¿Ecos de “Rime of the ancient mariner” o de “Tabacaria?” Puede ser. Difícil precisarlo. Sobre todo cuando notamos que su temple moderno y cosmopolita no se ajusta al vergel provinciano en donde muchos poetas mexicanos –desde Alfredo Plasencia a Francisco González León y de Efrén Rebolledo a José Othón− han ido a segar su fruto. El canto de Hernández, a diferencia de tantos lugareños a los que sólo les interesa contemplarse el ombligo, no es aldeano y posee una melodía universal e inteligente, plenaria e intachablemente consumada. Quehacer completo el suyo, nada tiene que solicitarle a la sensualidad ni a la perspicacia, ni a la cadencia ni –menos: bastante menos− a la malicia. Su malestar o su gozo –cuando los vocaliza− no están en consonancia con una opresora tradición cultural o una sola costumbre identitaria y sí con las extendidas zozobras de la humanidad. Como obra poética, la de Hernández, no sólo robustece una literatura, también logra trascenderla. Nada más ajeno a su poesía que la suma de leyendas, folclores y costumbres que conforman una patria. En la emisión de sus eufonías vemos que se funden en un solo canto padecimientos y ardores ecuménicos. En distintas palabras: este poeta no canta hacia afuera sino hacia adentro. Su nación –si hubiera que escogerle una− sería idéntica a la de López Velarde: “una patria íntima.”
Desde aquel distante año de 1974 –fecha exacta en que aparece, para los que gustan de la inanidad del celo cronológico, su primer trabajo− nuestro vate ha publicado casi una treintena de libros en donde su esfuerzo ha sido el mismo: la consonancia y el acorde minuciosos. Y no ha perdido –ni malogrado un ápice− su poder evocativo. Al contrario: ha expandido su dominio sobre las huestes de la palabra hasta convertir su apassionato en toda una soberanía lírica. Ayer, como hoy, podemos observar que su quehacer continúa por el mismo sendero hacia el refinamiento. Es natural: Francisco Hernández pertenece al batallón de líricos que han hecho del rigor un estandarte. Para fortuna de la poesía –que ha sido invadida hoy, infelizmente, por los catecúmenos de la frivolidad− Hernández se encuentra muy lejos de la crudeza expresiva. Y es que este poeta –ni en sus inicios ni en su madurez− ha escrito con urgencia y sí con resolución y gallardía. Señor de su talento y dueño de su oficio −a fuerza de rigor y práctica− jamás se ha embriagado con su propia habilidad. Algún comentarista remolón e inelegante –quiero decir: uno de los tantos facinerosos que mantienen secuestradas a revistas y suplementos− denunció, no hace mucho, que la poesía de Francisco Hernández era impenetrable. ¡Vaya nimiedad! No hay –ni existe en absoluto− nebulosidad o argamasa en ninguno de sus componentes. Los suyos son –y siempre han sido− materiales de hechura escrupulosa, de alusiones aéreas y justeza expositiva, exenta de toda improvisación. Sus contenidos no son opacos, en forma ninguna. En todo caso, son cultos e indóciles −sí− en su derrotero. ¿Y cuáles no? ¿Qué cuerpos rítmicos no son rebeldes en sus bemoles y sus contraltos? Los hay, desde luego. Pero únicamente son –y hay que decirlo sin eufemismos− aquellos de inspiración escolar y mediocre.
En los últimos años −y con justicia: pues su labor poética es vasta e impar en nuestra literatura− los premios han bañado sin mengua la obra de este autor oriundo de San Andrés Tuxtla. No sorprende: los laureles son el fruto natural ante una labranza bien plantada. Y es que en obsequio a su naturaleza poética, el creador ha puesto lo mejor de sus plenitudes. Es la completa lealtad a la poesía que aparece, yuxtapuesta, a la resuelta voluntad de ofrendar lo mejor de sí al arte. Hernández ha creído en la dignidad del poeta −en la función altísima del Arte− y ha tenido conciencia, sin desplante orgulloso ni vanagloria, de cuál es su lugar en la poesía. Su espíritu –es decir: el lúcido e infatigable aliento con el que compone− nos evoca, precisamente hablando del Arte con mayúscula, unas palabras de Rubén Darío que le amoldan excelentes: “Mi respeto por la aristocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, es siempre el mismo. Mi antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética, apenas si se aminora hoy con una razonada indiferencia.” Con términos menos elegidos −pero con mayor violencia− Valéry también expresa una frase que también parece iluminar a nuestro poeta: “me irrita que la belleza sea casual.”
Eso aparte, vayamos a sus obras. Eduardo Lizalde ha creído ver en Habla Scardanelli el más seguro y el mejor de los libros del poeta veracruzano. Dicha obra –y lo saben muy bien sus lectores reiterados− es una fábula poética urdida en torno a Scardanelli, el alter ego que animó la vida y locura de Friedrich Hölderlin, por quien el autor ha declarado –en ese poemario, y en distintas oportunidades− una invencible simpatía. Efectivamente: el poeta logra grabar en cada pieza de este arreglo una tonicidad bucólica y una cadencia portentosas. Cuando escribe, canta y sueña Scardanelli, cuadros y símbolos primitivamente turbadores y vislumbres aterradoras −por no caer en la siempre burda tentación de llamarles originales− consiguen ser formuladas con perturbadora innovación:

Rodéate de grises
Y brillarás en la oscuridad
Bajo los grandes troncos
Crecen agusanados los recuerdos,
Amores de rapiña sin ansias para el vuelo
Se esbozan tus gestos en el vacío:
En el aire la escritura resulta irrespirable…

Ya el poeta y traductor Jorge Esquinca −quién lúcido y fructuoso ha estudiado la obra de este poeta− nos advertía: “…la poesía de Hernández aparece [...] enseñoreada por el emblema predilecto de la desdicha…” No lo sé: estoy dudoso. Y es que navegando por las atormentadas paranoias de Scardanelli, nos encontramos con pormenores que objetan lo propuesto por Esquinca:

La enfermedad es un bien. Se contagia de boca a boca
Para manifestarse cuando los labios se desprenden.
La aurora me enferma, la noche me ilumina.

Versos atrás, este apócrifo Hölderlin había dicho, envanecido:

Yo te ofrezco la espesura de bosques imposibles
y un pensamiento erguido:
la locura es infame más no duele.

Y si navegamos todavía más cerca del puerto de salida, podemos escucharlo expresar:

Los muros no detienen el ansia de los locos.

 ¿Y entonces? ¿No sería la poesía de Hernández, hasta en sus más amargas desventuras, una poesía esperanzada?
Aunque Habla Scardanelli es un libro riguroso y sostenido, no me animaría a señalar –como sugiere el tigre Lizalde− que fuera el mejor consumado. De cómo Robert Schuman fue vencido por los demonios es un libro demasiado sobresaliente como para expulsarlo del canon hernandezcista. El poeta traza con rigor sostenido y pareja calidad todas las piezas del libro, moviéndose con soltura entre las atroces carcajadas de Félix Mendhelson y, por supuesto, las afiladas notas de Schumann, a quien el poeta −en un primer momento, y rebosado de paroxismo confidencial− se arroja a contarle sus hartazgos:

Estoy harto de todo, Robert Schumann,
de esta urbe pesarosa de torrentes plomizos,
de este bello país de pordioseros y ladrones
donde el amor es mierda de perros policías
y la piedad un tiro en parietal de niño.
Pero tu música, que se desprende
de los socavones de la demencia,
impulsa por mis venas sus alcoholes benéficos
y lleva hasta mis ligamentos y mis huesos
la quietud de los puertos cuando el ciclón se acerca,
la faz del otro que en mí se desespera
y el poderoso canto de un guerrero vencido.

Al curiosear en estas estrofas, el lector comienza a experimentar una perplejidad metafísica. El poeta demuestra ser un espíritu de inquebrantable y monumental lucidez: se autoanaliza y nunca deja de observarse ante el espejo de sus versos con brutal ironía. La poesía como introspección y examen íntimo; el canto elegante enemistado contra la vulgar naturaleza intuitiva y emocional de la matraca. ¿Podíamos, llegados a este punto, olvidar el memorable fragmento que Rimbaud le escribió a Paul Demeny?: “El primer deber del hombre que quiera ser poeta es su propio conocimiento completo; ha de buscar su alma, inspeccionarla, tentarla, conocerla.” O como teorizara alguna vez el ya maduro Goethe, desde su tribuna del Sturm und Drang: “la música perfectamente sostenida.”
Ahora bien, uno de sus libros más recientes: La isla de las breves ausencias –anterior a Población de la máscara y al luminoso Mal de Graves− sobresalta por su magisterio verbal. Sin menoscabo de sus anteriores y posteriores textos –imposibles de abordar en un sólo trabajo, acosados por ese dios impasible que es el reloj, según palabras de Baudelaire−, veo en este poemario el más formal y mejor modulado que, hasta hoy, nos haya entregado la inspiración de Francisco Hernández. En cada una de las poco más de sesenta composiciones que integran el volumen −62, para ser exactos y una suerte de epílogo− participamos en un gozoso festín de imágenes. ¿Encabalgamientos? Todos. De hecho: pocos tan naturales y narrativos como los suyos. ¿Narrativos? Sí: porque en Hernández hay un anhelo representativo que se vale del lenguaje simbólico para entonar su canto. Y no obstante, como en los poetas universales –pienso en Jhon Dryden, Alexander Pope o Milton–, Hernández quiere contar una historia, un episodio: un gran acontecimiento. En ese sentido, su ardor lírico conquista la entonación de un canto exegético y, si cabe decirlo así, es un poeta que narra. O dicho en otros términos: es un autor al que sabemos poeta y en el que, sin embargo, también hemos podido degustar a un intachable prosista.
Últimamente, entre los que escriben –poesía, prosa o cualquier otro género− la música poco a poco ha ido extinguiendo. Los poetas realistas –que así se presentan− van en corto y por lo derecho hacia la palabra cruda, prescinden del ritmo, se simplifican en un prosaísmo sordo, como si carecer de musicalidad fuese una concesión al exceso: a la desproporción: al barroquismo. Más que tener el oído duro, lo tienen pedrusco. Por eso no asombra que ante un oído mineral, sobrevenga una poesía peñascosa. No sucede lo mismo –y qué bien que así sea− con el melómano autor de La isla de las breves ausencias. De hecho, ocurre al revés: asombra la fecundidad de su voz refinada, su expresión alquitarada. ¡Qué frondosidad! Y, sobre todo, qué espléndida –y pido licencia para el barbarismo− furiosidad. ¡Y qué variada! Porque no hay en este cuidadoso artífice de la palabra monotonía alguna:

Me pierdo en los adentros de mis afueras y desde allí
agito una bandera blanca, pidiéndole a la náusea un
poco de clemencia.

En el conjunto nada avaro de estos pasajes, coinciden en una sola melodía –que nos llega siempre a través de una solfeada voz aprosada− los vaticinios del alma con las interpelaciones de la inteligencia. Hay brío iluminado, poderío relator y, al mismo tiempo, manejo diestro de los recursos poéticos y narratológicos. Tocado esto, extraña –o exactamente: a quien esto expone− que no se haya visto en la obra de Francisco Hernández una poesía conceptual, dicho esto en el sentido más rico de su acepción. En tanto que opera himnos musicales y los combina con la profundidad coherente del que canta y razona al mismo tiempo, ¿no calificaría, además, de poeta ontológico? Escuchémoslo discurrir:

Al disiparse las nubes bajas, pueden leerse otros jero−
glíficos en el obelisco:
“Más vale incinerar al epiléptico. Su esqueleto
Podría poner a temblar a los gusanos.”

Sólo un poeta especulativo registra con semejante puntualidad sus desmayos, sus reclamaciones y satiriza sobre sí mismo. No obstante –y hay que decirlo a carta cabal− la conciencia del poeta no interfiere la pasión del himno para endosarnos una especulación o un lloro sino para dilucidar, apenas, una agitación del alma:

Uno de los dos no existe,
Pero él se niega a señalarme a mí.

El romanticismo nos heredó –entre otras ya insufribles máculas− la costumbre de percibir los poemas únicamente a través del oído: como arias de ópera belcantista en donde solamente interesaba la naturaleza de una exquisita vocalidad. O siguiendo un poco más el parangón: el acento elegíaco y onírico de un Bellini frente a las complejas tramas exótico−líricas de un George Bizet. Esa sombra decimonónica –que en muchos poetas derivó en un exceso de instrumentación− nos volcó durante mucho tiempo hacia el ritmo del tambor, como sarcásticamente le llamó, en su momento, el iluminado crítico que también fue Henríquez Ureña. La poesía de Francisco Hernández –en donde el poder de la imagen estética no inhibe al lenguaje intencionado– es también una obra potencialmente discursiva. Sus baladas y elegías –que cabrían perfectas en la tradición del adagio− están revestidas por metáforas y alegorías que privilegian el alegato de un compositor elocuente. Las imágenes son meras prosopopeyas luminosas que están concentradas en coronar el pensamiento de un poeta que además –y quizá, hasta esencialmente− filosofa:

El alma, con la repentina brusquedad de sus caídas,
Marca descensos hacia la farsa de la salvación.

Conciencia crítica y, por cierto, clara, la obra de Francisco Hernández, sin embargo, poco tiene que ver –y quizá hasta nada− con el búho sabio y metafísico que escoltó a Enrique González Martínez y sus epígonos.
 Diferente a otros poetas −enamorados del fárrago y la acumulación− la poesía de Hernández –por si fuera poco atrevimiento el que ya nos ofrece− observa otro sello distintivo: la concisión. Sus estrofas –animadas por símbolos en donde la máxima y la sentencia se alían− descubren un estilo casi aforístico. Esta poesía –de tintes oraculares, acaso un tanto moralizante en su agnosticismo− progresa, cada vez con mayores arrestos, hacia enunciados más universales. En Hernández pareciera haber un repudio hacia las palabras que no significan y los discursos caliginosos. En el séptimo himno, de La isla de las breves ausencias el poeta manifiesta: “Escribir no es búsqueda. Es impertinencia o la invención de un mapa...” Esta máxima es más que una declaración de motivos: es un postulado que revela las coordenadas de su singladura. Expresa nítidamente su desdén por los desvaríos organizados, su repulsa por los disparates melodiosos: su menosprecio por la pirotecnia verbal. El personaje – defraudado él mismo de la barahúnda− nos previene, en ese sentido, contra los muchos engaños que nos acechan en la jerigonza: “…la equis nunca marca el sitio del tesoro.”
Dentro de poco tiempo −cuando haya concluido el torbellino de la vulgaridad, y la morfinómana inspiración haya fenecido tras los embates de su amante, el sicario− correremos, otra vez, a escudriñar el armario de la poesía universal para vestirnos con los sublimes versos de Francisco Hernández.





domingo, 17 de agosto de 2014

La "Europa" de Luis Bugarini



Anoche terminé de leer “Europa” −trilogía del narrador y ensayista Luis Bugarini− tentativa largamente aplazada, lo confieso, por temor al fiasco.
Hecho este primer desahogo debo admitir que mis recelos eran, todos, pueriles. A juzgar por estos libros de escritura y argucias, por lo general, impecables −Estación Varsovia, Perros de París y Memoria de Franz Müller− debemos permanecer muy avizores sobre la futura obra del autor que las alienta. Sería fácil ceder a la tentación de la profecía y vaticinar que este escritor mexicano, nacido en 1978, será mañana la gloria literaria que hoy ninguno supimos estimar. Algún reseñista atareado en su búsqueda de novedades −si lo dejan− podría fácilmente anunciar a Bugarini como el padre de cierta literatura naciente que tiene su fundamento, medularmente, en los clásicos occidentales. Yo, poco dado a la predicción, sinceramente desconozco qué porvenir habrán de recorrer sus trabajos. Una cosa atisbo: Luis Bugarini posee –dicho esto sin ánimo incendiario− la imaginación prosística más acentuada de su promoción. Y no es privilegio menor teniendo al lado a plumas tan consumadas, entre sus mismos contemporáneos, como Yuri Herrera, Antonio Ortuño, Daniel Espartaco, Rogelio Guedea y Luis Jorge Boone, poetas y prosistas con los que, por lo demás, ha compartido el ambiente contextual pero muy escasas, o nulas, analogías. Quizá lo que destaca en el perfil de Bugarini y que, a todas luces, no han logrado sus compañeros generacionales es que ha sabido marchar −con igual acierto que en la lírica y la ficción− por el intrincado camino del ensayo y la literatura comparada. No es fácil absorber y practicar –con la tenacidad que ha hecho Bugarini− dos tradiciones que, por alguna razón estúpida, todavía hay quienes se obstinan en imaginarlas contrapuestas: crítica y creación. Pero ya mucho se ha controvertido sobre esta necedad y no vale la pena ni el esfuerzo agregar una línea más a ese disparate. Lo que sí se puede decir –y eso nos regresaría al núcleo de nuestro asunto− es que Bugarini ha escrito una trilogía que, sin duda, el historiador y geógrafo ruso Vassili Tatichtchev no dudaría en reclamar como hija natural del continente que tan testarudamente se afanó en delimitar.
Ahora bien: evadiendo los tópicos del nacionalismo mexicano, rehuyendo la ordinariez de la narconovela y la tan menudeada caricatura literaria, cuyas coartadas comerciales, por cierto, ya resultan sosas y bostezantes hasta para los tontos editores que en un principio decidieron atizarlas, Bugarini nos ha obsequiado una serie notabilísima. Leyendo superficialmente este repertorio, se podría, simplemente, denunciar que el autor es un germanista; señalar, por ejemplo, que su prosa exhala los influjos de −no sé− un Jünger, un Hauptmann o, a veces, hasta del zaherido Christoph Hein. Pero esas bagatelas sólo acertarían a expresar las frivolidades de la pericia bibliográfica y no explicarían nada más allá de una mera afectación erudita. Y, en asuntos de estimaciones arbitrarias, como debe ejercerse la crítica literaria, mejor es hablar en corto y por lo derecho.
Separado de los muchos ecos alemanes o rusos que pueden reverberar en los tres libros en comento, me parece que hay en Bugarini un cimiento más nervudo que respalda su labor creativa. Su tetralogía −además de ofrecer una prosa elegante que es, a un mismo tiempo, vigorosa, sin por eso apelar al incentivo de la exquisitez− logra tocar la médula del lector. Y eso −en una época en donde ya muchos escriben únicamente para halagar a los endiablados espíritus gregarios− ya es suficiente aportación. Pero seamos un poco más entremetidos: ¿Qué hace tan envolvente a estos tres discursos? ¿Qué ofrece de especial su continuidad argumental? No el estilo acicalado, que lo tiene y siempre muy bien rematado. Tampoco el interesante manejo de la alteridad y la oda interna, que francamente alcanza estados suculentos. Ni siquiera la escrupulosidad y la densidad que pone el autor al momento de trazar el humor y la catadura de cada uno de sus personajes. Su temática –más allá de la psicología de los protagonistas y la prosapia intelectual de donde pretendamos abrazarla− envuelve preocupaciones ordinarias que otros han esquivado, acaso por desdén, ineptitud o simple y llana impericia. Sintetizo: el desasosiego de un alcohólico divorciado ante el vacío de la soledad, la zozobra de un hijo menospreciado por el padre que, dando tumbos, va de frustración en frustración y −ya para saturar el ambiente de mórbidos reveses existencialistas− el naufragio de un genio adolescente que, para paliar sus chascos, se refugia en una perpetua galbana y el inocuo adiestramiento de perros. ¿Podría solicitarse una urdimbre más pueril y, por lo mismo, más universal que ésta?

“Europa” –dicho en términos más espontáneos− es una trilogía sobre el temperamento humano. El novelista ha fundado un cosmos arrebatador y, en buena medida, ha conseguido que el lector sensible a las temáticas umbrías logre encontrar un buen alojo entre sus páginas. Sin embargo, hay que decirlo con todas sus letras: la trilogía de Bugarini no es mexicana, ni nacionalista, ni localista. Y qué bueno que sus textos no adolezcan de esa tara. Hoy ya todo mundo sabe que una buena obra, para perdurar, no necesariamente debe hundir sus raíces sobre el minúsculo y fangoso territorio del patriotismo. Una última apostilla: de perseverar en esa métrica clásica y europeizada, Bugarini debe aceptar que está firmando su condena a ser leído y valorado a destiempo aunque, más tarde o más temprano, sea reconocido como un maestro dentro de los límites que él mismo ha querido imponerse. En suma: jamás será nuestro contemporáneo. No obstante, sí lo será de tipos como Marcel Schwob, Thomas Bernhard, o Joseph Roth. La pregunta más sensata que se me ocurre a esta hora es: ¿Alguna vez querrá nuestro autor realizar el gesto quijotesco de cambiar estas inestimables correlaciones con tal de fingirse afín a los cerriles tópicos de sus contemporáneos? Ojalá que nunca se vea en esa absurda encrucijada.