viernes, 16 de marzo de 2012

Sócrates: homicida y mujeriego

El catálogo de filósofos griegos es tan vasto como tedioso. Sobre la tribuna helena transitó un inmenso cuerpo de pensadores, algunos meritorios, la mayoría francamente majaderos. Zopiro –el famoso mentor y pedagogo de Alcibíades, quien fuera discípulo de Sócrates– fue una de tantas figuras insulsas. No obstante, su biografía logró trascender la futilidad gracias a que, sin desearlo, cometió una ingeniosa humorada.
En una sesión presidida por el emblemático y viejo fundador de la escuela cínica: Antístenes, se presentó un individuo llamado Zopiro que, sin apocamiento de ninguna clase, se ostentó como el mejor fisonomista de toda Atenas. En esa ocasión, el convidado de honor resultó ser el gran maestro de la mayéutica: Sócrates. 
El augusto y adinerado Critón, que también se encontraba entre los célebres asistentes, retó a Zopiro para que, siguiendo su disparatado raciocinio, se atreviera a definir la personalidad del honesto Sócrates. Zopiro, que nunca había estado frente a ese hombre ventrudo, de ojos saltones y nariz arrufaldada, inició su alebrestada descripción. El antiguo esclavo tracio, sin medir rudeza e insolencia, le adjudicó al prominente maestro toda una lista de vicios y depravaciones. A juzgar por sus rasgos, le aseveró, se trataba de un sujeto tardo y decididamente ignorante. Acto seguido, explicó a los presentes que la estupidez y la torpeza que caracterizaban a Sócrates, se debía, sobre todo, a que observaba una clavícula gruesa y curva, como la de los trabajadores manuales. Concentrándose un momento en el rostro, expresó que su ángulo mandibular delataba a un delincuente y, quizá, hasta un homicida en potencia. En ese momento, el ajado Antístenes, exasperado por las demasiadas injurias a su huésped,  azotó su báculo en el suelo y espetó:
–Pero ¿qué dices necio? Si estás frente al justo Sócrates ¡El más moderado de todos! ¡Basta ya de tanta imprudencia!
Dejando a Antístenes, a Critón y a todos los presentes con un palmo de narices, Sócrates salió en defensa del confundido y avergonzado Zopiro:
–¡Un momento! Este hombre no habla mentiras. Yo, por naturaleza, tengo en mí todos los vicios que este desconocido me atribuye. El caso es que, a base de sobriedad y ascetismo, he aprendido a dominar y controlar todos mis deseos. ¡Exijo, pues, que lo dejen continuar!
–Ah…verán ustedes… considerando que su hueso frontal es mucho más curvo de lo habitual, aseguró que se trata, en esencia, de un mujeriego sin enmienda.
Ante esta jocosa declaración, se oyó una estentórea y unánime risotada. Cicerón dice, en De fato, que por alguna causa, todos los discípulos se partieron de risa, menos el cándido Zopiro. Tal vez se deba a que, en aquél exquisito e íntegro paraninfo, el único que ignoraba la briosa inclinación homosexual de Sócrates era el inocuo fisonomista. 

jueves, 8 de marzo de 2012

La mosca chimuela

Ricardo Cruz  –la mosca chimuela– circula por las calles hablando sólo y cantándole al cosmos. Con la dentadura quebrada, los ojos llorosos y la barba invadiéndole el rostro, semeja un podrido muñeco de paja. Ha sobrevivido, con impavidez, a tortuosas adversidades: orfandad, desempleo, divorcio e indigencia. Al cabo de una radical batalla contra el agua, también la ha derrotado y ahora reina, soberbio, sobre los malolientes.
La mosca chimuela forma parte de la legión de carroñeros que repta en la colonia. Es uno de esos vigorosos desposeídos que nunca se quebranta, que anda semidesnudo y no padece frío, que duerme en la calle y jamás enferma. Sin cordones en los zapatos, desgreñado y despidiendo virutas de aire rancio, parece el concubino de la miseria. Su rostro es puro esqueleto y piel marchita. Y aunque canta –o mejor: aúlla– alegres tonadillas por toda la manzana, este joven menesteroso algo tiene de melancólico. Pocos saben que debajo de su repulsivo antifaz de pordiosero hay también un joven sensible y un poco desolado.
Para sobrevivir, realiza anodinos trabajos de mecánica, comete pequeños hurtos, limosnea un poco, y, siempre que puede, tima a sus cándidos parientes. Su atuendo es tan simple como misceláneo: un putrefacto pantalón de mezclilla, un par de tenis consumidos por el uso, una playera en donde hay dibujada una bruja narigona que, de una luna hecha de queso, surge tocando un violín:
–¿Qué qué, qué qué queeeee? Pos si a mi me late a madres el Mago de Oz. Psss es la mera neta ¿Sí o no míjo?
Orgulloso de su vestimenta desacorde, anda con el pantalón remangado para mostrarle a todo México sus patrióticos calcetines: uno verde, el otro rojo. Su cuerpo está tan absurdamente diseñado que hasta el peor de los caricaturistas lo dibujaría con mejores trazos en la oscuridad. En ese momento llega el pizzero –distribuidor de tachas, coca y marihuana– y sus ojos acuosos se abisman en el infinito. Con una velocidad inverosímil, sale corriendo detrás del auto, al tiempo que canta y baila estrambótico:
–¡Ahí nos vemos míjo: ya nos cacturaron! ¡Yoora sí ya nos cayó la voladoraaaa!
Ya lo dijo Marco Aurelio: “vivir exige el talento del luchador, no el del bailarín. Es suficiente con mantenerse de pie: no hacen falta pasos hermosos.”