sábado, 7 de abril de 2012

Friedrich Vischer: el borracho hegeliano

Friedrich Theodor Vischer –discípulo notorio de Hegel, el intricado y obscuro maestro del idealismo alemán– fue, antes de Nietzsche y después de Schopenhauer, el ironista más lúcido y cáustico de Alemania. Infelizmente, lejos de la opresiva y sofocante camarilla de ortodoxos hegelianos, su obra es apenas conocida. El hecho resulta chocante si tomamos en cuenta que escribió algunos de los textos más sarcásticos de toda la plúmbea estética germana.
Hijo de un ajado y umbroso clérigo de Ludwigsburg, Theodor pudo recibir una educación clásica y sorprendentemente ordenada: historia, literatura, filosofía, teología, filología e, incluso, política. A pesar de los encrespados arrestos de su padre, estuvo muy lejos de ser un estudiante intachable y laborioso. En todo caso, fue un joven haragán y voluptuoso que –como Stendhal– solía escabullirse repetidamente hacia los tugurios, donde terminaba ebrio y sitiado por las cortesanas, inconsciente y, las más veces, flotando en vómito, orines y mierda. En un punto, entre la beodez y la resaca –o mejor: entre la vigilia y sus lúbricos ensueños de borracho– se concedió un tiempo para escribir una virulenta e ingeniosa novela: El humor de Alemania. En esta obra iniciática exhibe –punzante y sin reticencias– el frígido temperamento teutón: “En nuestro sombrío país de redentores y metafísicos, el ingenio y la lucidez han sufrido un matrimonio bastante desastroso”; “Los pobres diablos, todos lo sabemos, suman legión en este desgraciado mundo. Pero, mientras exista Alemania, no habrá una sola nación que nos aventaje o exceda en este punto.”
Luego de algunas experiencias decididamente vulgares en la lírica y la narrativa, el joven Vischer reconoció su mediocridad y decidió guarecerse en la filología y la crítica literaria. Censurado por su pestífero núcleo de amistades –juerguistas y perdidas que vaticinaban su fracaso irremediable– renunció a su deletéreo estilo de vida. Casi de un día para otro abandonó las tabernas y prostíbulos, alienándose –con el escrúpulo de un maníaco– a su nuevo papel de pomposo intelectual. Su nombre, en corto tiempo, logró imponerse ante la tórrida fauna de periodistas y observadores de su natal Stuttgart. Gracias a esta fibrosa determinación, pudo obsequiarnos algunos de los parágrafos más intuitivos y mordaces de la literatura del siglo XIX. Ahora bien: sería un tremendo fracaso buscar conceptos sobresalientes de Vischer en su teoría estética, en su mediocre narrativa o en su poesía deslustrada. Lo más destacado de su obra se encuentra en los pensamientos que redactó –dispersos aquí y allá– en forma de aforismos y sentencias. En Altes und Neues, con la despectiva ironía de un borracho redimido, declara:
“Agradezco sinceramente a la filosofía por impedir que el libre curso de mis reflexiones se haya visto limitado u opacado por las asquerosas bufonadas de aquél miserable grupo de putas y borrachos.”
Su ensayo sobre el Fausto –Goethes Faust. Neue Beiträge zur Kritik des Gedichts– es, quizá, la interpretación más seria e inteligente que un dipsómano retirado haya escrito, hasta hoy, sobre la obra del bienpensante y abstemio Goethe. Vischer –que demostró siempre una indisputable inteligencia avizora y crítica– nos dejó en afiladas observaciones bastante que reflexionar acerca de aquél texto inagotable.
En 1902, el fanático marxista, Benedetto Croce –exhumador de filósofos desconocidos– extrajo del olvido a Theodor , sólo para darse gusto vapuleando su cadáver: “Qué concepto tenía Vischer de la actividad estética está dicho pronto: el concepto mismo de Hegel, empeorado.” Tenía que ser: Croce –todo el tiempo alienado a su mandarinato intransigente– se reclamaba como el único intérprete –y auténtico heredero– de las serias y aparatosas doctrinas hegelianas. Croce, apegadísimo a su escepticismo artificial y mojigato, jamás hubiera aceptado que un borrachín redomado manipulara a su antojo las teorías de su venerado maestro. Lo cierto es que nadie que haya leído algunos de los aforismos –casi axiomas– de Vischer podrá olvidar su encanto soberano: “Quien no haya experimentado alguna vez la impresión del mar, no podrá expresarlo jamás. Quien exprese lo contario a este respecto no sería falso, sino huero.”
Pocos años antes de morir quiso reconciliarse con la poesía y realizó una selección de sus mejores piezas: Lyrische Gänge.  Inspirados por la tentativa, algunos de sus escasos y torpes biógrafos le llamaron “el poeta filósofo”, como treinta años antes ya le habían apodado a William Wordsworth. Lo cierto es que el laureado poeta Wordsworth –más allá de su tímido contacto con las teorías del filósofo británico David Hartley y los sensualistas del siglo XVIII– nunca observó una relación tan seria con la filosofía como sí la tuvo el borracho y sarcástico Friedrich Theodor Vischer. Pero, como siempre, en la caprichosa historia de la literatura, eso no le fue suficiente para alcanzar la posteridad.