
Hijo de un ajado y umbroso clérigo de Ludwigsburg, Theodor pudo recibir una educación clásica y sorprendentemente ordenada: historia, literatura, filosofía, teología, filología e, incluso, política. A pesar de los encrespados arrestos de su padre, estuvo muy lejos de ser un estudiante intachable y laborioso. En todo caso, fue un joven haragán y voluptuoso que –como Stendhal– solía escabullirse repetidamente hacia los tugurios, donde terminaba ebrio y sitiado por las cortesanas, inconsciente y, las más veces, flotando en vómito, orines y mierda. En un punto, entre la beodez y la resaca –o mejor: entre la vigilia y sus lúbricos ensueños de borracho– se concedió un tiempo para escribir una virulenta e ingeniosa novela: El humor de Alemania. En esta obra iniciática exhibe –punzante y sin reticencias– el frígido temperamento teutón: “En nuestro sombrío país de redentores y metafísicos, el ingenio y la lucidez han sufrido un matrimonio bastante desastroso”; “Los pobres diablos, todos lo sabemos, suman legión en este desgraciado mundo. Pero, mientras exista Alemania, no habrá una sola nación que nos aventaje o exceda en este punto.”
Luego de algunas experiencias decididamente vulgares en la lírica y la narrativa, el joven Vischer reconoció su mediocridad y decidió guarecerse en la filología y la crítica literaria. Censurado por su pestífero núcleo de amistades –juerguistas y perdidas que vaticinaban su fracaso irremediable– renunció a su deletéreo estilo de vida. Casi de un día para otro abandonó las tabernas y prostíbulos, alienándose –con el escrúpulo de un maníaco– a su nuevo papel de pomposo intelectual. Su nombre, en corto tiempo, logró imponerse ante la tórrida fauna de periodistas y observadores de su natal Stuttgart. Gracias a esta fibrosa determinación, pudo obsequiarnos algunos de los parágrafos más intuitivos y mordaces de la literatura del siglo XIX. Ahora bien: sería un tremendo fracaso buscar conceptos sobresalientes de Vischer en su teoría estética, en su mediocre narrativa o en su poesía deslustrada. Lo más destacado de su obra se encuentra en los pensamientos que redactó –dispersos aquí y allá– en forma de aforismos y sentencias. En Altes und Neues, con la despectiva ironía de un borracho redimido, declara:
“Agradezco sinceramente a la filosofía por impedir que el libre curso de mis reflexiones se haya visto limitado u opacado por las asquerosas bufonadas de aquél miserable grupo de putas y borrachos.”
Su ensayo sobre el Fausto –Goethes Faust. Neue Beiträge zur Kritik des Gedichts– es, quizá, la interpretación más seria e inteligente que un dipsómano retirado haya escrito, hasta hoy, sobre la obra del bienpensante y abstemio Goethe. Vischer –que demostró siempre una indisputable inteligencia avizora y crítica– nos dejó en afiladas observaciones bastante que reflexionar acerca de aquél texto inagotable.
En 1902, el fanático marxista, Benedetto Croce –exhumador de filósofos desconocidos– extrajo del olvido a Theodor , sólo para darse gusto vapuleando su cadáver: “Qué concepto tenía Vischer de la actividad estética está dicho pronto: el concepto mismo de Hegel, empeorado.” Tenía que ser: Croce –todo el tiempo alienado a su mandarinato intransigente– se reclamaba como el único intérprete –y auténtico heredero– de las serias y aparatosas doctrinas hegelianas. Croce, apegadísimo a su escepticismo artificial y mojigato, jamás hubiera aceptado que un borrachín redomado manipulara a su antojo las teorías de su venerado maestro. Lo cierto es que nadie que haya leído algunos de los aforismos –casi axiomas– de Vischer podrá olvidar su encanto soberano: “Quien no haya experimentado alguna vez la impresión del mar, no podrá expresarlo jamás. Quien exprese lo contario a este respecto no sería falso, sino huero.”
Pocos años antes de morir quiso reconciliarse con la poesía y realizó una selección de sus mejores piezas: Lyrische Gänge. Inspirados por la tentativa, algunos de sus escasos y torpes biógrafos le llamaron “el poeta filósofo”, como treinta años antes ya le habían apodado a William Wordsworth. Lo cierto es que el laureado poeta Wordsworth –más allá de su tímido contacto con las teorías del filósofo británico David Hartley y los sensualistas del siglo XVIII– nunca observó una relación tan seria con la filosofía como sí la tuvo el borracho y sarcástico Friedrich Theodor Vischer. Pero, como siempre, en la caprichosa historia de la literatura, eso no le fue suficiente para alcanzar la posteridad.